Desde el primer minuto de la clase, las nalgas se menean sin prisa pero sin pausa en el salón. Para arriba y para abajo, para aquí y para allá, como si pretendieran desconocer la ley de gravedad. Serán unas 30 pibas, también tres o cuatro chicos, que twerkean un martes a la noche en la sede de la escuela de danzas FLOW Altas Wachas, sobre la calle Lambaré, a pasitos de Corrientes.
«Le doy duro todos los días. Acá y en mi casa, bailo horas y horas. Esto es mucho más que un baile del culo. La gente piensa que es fácil, pero no. Hay que aprender a quebrar la cadera, comprender cómo se mueven músculos que no sabías que tenías, la resistencia, la agilidad, la destreza… es un todo que hay que ejercitar», se apura Melody antes de sumarse al enjambre danzante. Luce rodilleras, cómodo shorcito y un top diminuto: «La primera clase vine con una remera hasta las rodillas, pero después gané seguridad y entendí que el movimiento se tiene que ver».
Estudiante de Derecho, conchabada en un prestigioso estudio jurídico porteño, Melody dice que desde chica le apasiona zarandear el esqueleto. Probó con danzas árabes, jazz, moderna, pero no le movieron un pelo. Con el twerking fue otra la historia. La soltó de las ataduras, de los esquemas y los prejuicios que, cuenta, tenía con su cuerpo. Apenas da sus primeros pasos sobre el parqué resplandeciente, frena para mirarse orgullosa en el espejo: «No es sólo mover el culo. El twerking me da seguridad. Acá me empodero bailando».
Un cachete de cultura
Una rápida genealogía enseña que el culo y el baile forman una pareja virtuosa desde hace miles de años. Las ménades griegas, las bailarinas de Gades en la Roma imperial y las danzas sagradas de la India son parte capital de esta alcurnia trasera. En su deliciosa obra Breve historia del culo, el escritor francés Jean-Luc Hennig arriesga que con la danza «se acabó el culo tristón sin energías ni perspectivas en la vida». Con el ritmo de la danza, explica, el culo se volvió más desenfrenado, más disparatado, más desesperado. Incluso más peligroso. Si hasta en un concilio reunido en 1212, la Iglesia consideró que bailar era, sin más, pecado. Bien temprano habían detectado que el baile era la chispa que encendía la lujuria.
Las mujeres de la Costa de Marfil habían avivado la llama batiendo sus caderas en una danza llamada mapouka. En los ’90, el movimiento Bounce, en Nueva Orleans, tomó la posta y bautizó al estilo con el nombre que llega hasta nuestros días: twerking. El término, incorporado hace unos años al prestigioso diccionario Oxford, tiene un origen etimológico ajeno a la cultura del hip-hop, el reggaeton y el perreo caribeño que le rinden culto en el presente. Fusiona los términos twist (torsión o contracción) y jerk (movimiento veloz o espasmódico). En criollo, de la cintura para abajo, un terremoto bailable.
Pedagogía del meneo
Mailén Cisneros es docente de danzas, performer y madre fundadora del cuerpo de baile FLOW Altas Wachas, transformado en referente indiscutido del twerking local. Al presentarse saltea todos los pergaminos. «Soy bailarina», cuenta con la simpleza de una Anna Pavlova latina de afro eléctrico. Sus primeros pasos en el gremio los tiró en las clases de belly dance, árabe y estilizada, en su Neuquén natal.
Hace más de diez años, cuando llegó a Buenos Aires para estudiar Diseño de Indumentaria, dejó atrás el baile. Grueso error: se deprimió. Pero la danza la sacó del pozo. Se curó bailando en las fiestas de dancehall, cumbia y reggaeton, y las pistas le cambiaron la vida: «Es que esas noches, moviendo el culo y las patas, conocí a Estefi Spark y Lauren Jaine. Esa fue la semilla de Altas Wachas. Primero nos veíamos bailar a lo lejos, ni la hora nos dábamos, igual nos teníamos fichadas. Había como un hilo que nos unía.”
Una noche de alta cumbia sellaron la alianza. Arrancaron «freestyleando» en sus casas. Después twerkeando en sucuchos de mala muerte, pero buena música. Más tarde llegaron las primeras fechas en boliches. Era todo por amor al arte. Pero aguantaron y le dieron duro a su sueño bailable.
Hoy tienen un cuerpo de baile estable y una escuela repartida en varias sedes de la Capital y el Conurbano. «Bailo porque es mi manera de sobrevivir. Y me gusta transmitir eso. Acá viene gente de todos los palos. Es una manera de desconectarte del momento de mierda que estamos viviendo. Con el twerking te conectás con la felicidad.»
Antes de continuar con las clases prácticas en el salón, la docente esboza una definición teórica del ritmo: «El twerking es una herramienta millennial, las redes lo hicieron crecer un montón, y es lo que usamos las mujeres y muchos hombres para expresarnos genuinamente, tal cual somos. No es algo individual, somos una comunidad que piensa que la sociedad cambió. Nadie puede decirnos cómo vestirnos, cómo bailar. La mujer no está para seguir esas pautas». En ese colectivo entran todes: «La poceada, la peluda, la despeinada… queremos romper estereotipos de belleza, de clase. Es venir y bailar, lo demás no importa nada».
En su cátedra, Mailén repite como un mantra la ley máxima del twerking: «Hay que liberar la carne de la cola». Como si siguieran las teorías lacanianas, las pibas construyen frente al espejo del salón una nueva imagen de su cuerpo. Redimidas al ritmo de un tema de Bad Bunny.
Se va a caer
Hoy debutó Lucero. Al final de la clase se la nota exhausta. Elonga y cuenta que es maquilladora, que se animó a venir después de varios amagues y sobre todo que está liquidada. «Cuando venía para la escuela, estaba con el culo lleno de preguntas –confiesa la joven, pañuelo verde bien ajustado en la muñeca–: si me iba a poder soltar, si me iban a juzgar por mi cuerpo… pero ya está, soy feliz. Tampoco es tan fácil, me llevo mucha tarea para el hogar, como aprender el nombre de los pasos: bubble, shake, jiggle… Voy a tener que estudiar inglés también.”
Mariano Altamirano integra el cupo masculino. Es nuevito, arrancó hace pocos meses, pero a la pista le saca viruta como un veterano. Artista plástico, vive en la Villa 31 y sueña con imponer el twerking en los fiestones del barrio: “Por ahí los pibes tienen prejuicios, pero creo que si vienen, serían más felices”, desliza al pasar el morocho de uñas esculpidas.
Camila y Rocío, obvio, son feministas. Dicen que los derechos también se ganan bailando. En las marchas del 8M pusieron el cuerpo. Coparon la 9 de Julio agitando con las Altas Wachas. “Si lo tengo que poner en palabras –cierra Camila–, hay una que se me viene a la mente cuando entro a la pista: sororidad”. «
CONSCIENTE
El sábado 27 de abril, de 16 a 19, la escuela Flow Altas Wachas dictará un taller de Twerk Consciente. Varios disparadores contextualizan el encuentro: «¿Yo puedo bailar? ¿Por qué bailo? ¿Mi cuerpo es digno de moverse así? ¿Está bien mostrarme empoderada mediante la danza? ¿Bailo a solas conmigo o con todes?». La clase incluirá una introducción a la performance y un cierre con debate grupal sobre cada experiencia. El cupo es de 25 participantes. En Casa Brandon, Luis María Drago 236, CABA.