Los paquetes de galletitas avanzaban sobre la cinta de la envasadora uno tras otro en la fábrica de Pepsico, la empresa multinacional de alimentos y bebidas que producía todo el día y toda la noche. Romina, dedos como tenazas, los tomaba de a cuatro, los metía dentro de las cajas y una vez que las completaba, giraba y las colocaba sobre una tarima. Primero agachándose, y a lo último estirando los brazos por encima de los hombros. Repetía los movimientos con la tozudez que solo tiene lo irracional. Pero ese no era el problema. 

“El problema era la velocidad”, confiesa Romina. A los 45 años lleva el pelo largo y claro, ojos color miel, cuerpo fibroso. Recuerda cómo le exigían las cajas. En el Parque Industrial de Mar del Plata, Pepsico cronometraba la cantidad que hacían en media hora y calibraban las máquinas de acuerdo a esa velocidad.

Romina llevaba un año en la empresa cuando aparecieron los dolores en la mano y el resto del brazo. Al principio les restó importancia. Si pedía licencia perdía los premios: casi la mitad del sueldo. En el Sindicato de Trabajadores de la Industria de la Alimentación le decían que era la única que tenía problemas, aunque todos sabían que había compañeros que no se recuperaban de las lesiones y la Aseguradora de Riesgos del Trabajo (ART) les declaraba una incapacidad.

En esos casos, la Ley de Contrato de Trabajo Nº 20.744 establece que la empresa debe reubicarlos en otro puesto. Pero Pepsico decía que no contaba con vacantes. Amparada en la misma norma, los despedía pagándoles el 50% de la indemnización.

El trabajo repetitivo y el dolor

La primera vez que el dolor no la dejó trabajar, Romina tenía tendinitis en el pulgar, la muñeca y el hombro. Un médico particular le recomendó reposo, kinesiología y que cambiara de empleo. 

Ella necesitaba el trabajo. Había conseguido un puesto fijo por la mañana mientras sus hijas iban a la escuela. Por la tarde estaba con ellas. Si le dolía, tomaba analgésicos que estiraban el tiempo entre una visita al médico y otra; y evitaban que en la planta comentaran que no quería trabajar.

El día que el dolor del brazo irradiaba hacia el pecho y Romina pensó que tenía una enfermedad en la mama, el médico le explicó que la tendinitis se había convertido en tendinosis: la inflamación era crónica

En Pepsico denunciaron el cuadro a la ART. El tratamiento se extendió por tres meses. Romina volvió a la línea de empaque por más que el dolor continuaba. Reclamó, pero la aseguradora le respondió que por ese problema ya la habían atendido. Pepsico había hecho la denuncia por accidente laboral, la ART consideraba que ya se había resuelto y no correspondía una nueva atención.

Entonces Romina llevó la lesión a la justicia para que reconocieran que, después de seis años de trabajo, padecía una enfermedad laboral.

«No son movimientos naturales»

Patricia D’adamo entró a Textilana –la fábrica donde se producen los tejidos Mauro Sergio– a los veintisiete años. A los pocos meses aprendió a usar la remalladora, la máquina con la que se cosen los cuellos de los tejidos.

Le pagaban por cada punto que cosía y ganaba bastante más que como una principiante. Le exigían 120 prendas por día, lo que hacía de más se lo pagaban como excedente. Ella solía llegar a las 140.

Era una bendición. Yo estaba chocha”, admite Patricia, hoy con 58 años, pelo bermejo ondulado y lentes. Tiene los ojos marrones, los labios finos y la piel blanca.  

La máquina era redonda, del tamaño de una mesa para dos. Con el índice, el pulgar y el mayor de las dos manos, colocaba el cuello en los puntines y después hacía lo mismo con la prenda. Punto por punto. En el centro, la remalladora tenía un brazo con una aguja que cosía de derecha a izquierda. Para no lastimarse, hacía un arco con el brazo derecho y lo pasaba por detrás de la aguja. Sostenía el cuello de la prenda y presionaba el pedal para que la aguja subiera y bajara hacia el espacio libre que quedaba a la izquierda. Así, cada día de 7 a 16. 

“No son movimientos naturales. Es todo repetitivo”. Cuenta que cada vez que sentía dolor tomaba un calmante. Tenía dos hijos chicos y el marido se dedicaba a la apicultura, una actividad imprevisible. El único sueldo asegurado era el suyo. 

El dueño de Textilana, Mauro Sergio Todisco, murió en 2016. La firma quedó a cargo de uno de los hijos, Sergio Esteban. El método de producción cambió.

Tomaron a los empleados más rápidos, midieron cuánto cosían en 15 minutos y sacaron un promedio. A las remalladoras les exigían entre 280 y 350 cuellos por día. Caso contrario, las sancionaban. Así, aumentaron las enfermedades.

En 2022, según la Superintendencia de Riesgos del Trabajo de la Nación, hubo un incremento de las enfermedades laborales en todo el país del 8,5% respecto de 2019, el último año previo a la pandemia: registraron 26.690 personas con enfermedades laborales, 7.534 por movimientos repetitivos y 5.355 se dieron en el brazo, el antebrazo y la mano.

Un clásico

El 20 de junio de 2017, Pepsico cerró la planta de Vicente López y despidió a 536 personas. Los trabajadores resistieron y denunciaron que muchos padecían enfermedades laborales: síndrome del túnel carpiano, hernias de disco, lumbalgias y tendinitis. No hubo respuesta.

La compañía mudó la producción a Mar del Plata y en 2018 anunció una inversión de 28,7 millones de dólares para seis líneas de producción. El aumento de la capacidad les permitía procesar 200 toneladas de papa por día.

A Romina la pasaron a la línea de empaque de papas fritas. Las bolsas llegaban en una fila constante tan veloz que a los empleados les abonaban un plus.

“Te pagaban para hacerte mierda”, dice Romina, que ya llevaba siete años en la empresa. Una mañana sintió que el dolor que no le dejaba mover el brazo era en el codo. Hizo la denuncia por enfermedad laboral y en la ART le preguntaron si no había tenido un golpe, un mal movimiento o un accidente.

La negación de las enfermedades laborales es “un clásico en nuestro sistema”, remarca el abogado Luis Ramírez, miembro de la Asociación de Abogados Laboralistas. “Las ART siempre dicen que eran preexistentes o por un problema congénito o que sucedieron fuera del ámbito laboral. Tienen que cubrir y no quieren. Son sociedades anónimas que están para ganar dinero”.

Romina tenía tendinitis en el codo. El médico de la ART recomendó diez sesiones de kinesiología. Las terminó y le dio el alta a pesar de que el dolor persistía. Acudió a su médico particular que determinó que debía operarse y, además, detectó que padecía síndrome de túnel carpiano. 

Cuando el trabajador no está de acuerdo con el alta, recurre a la Superintendencia de Riesgos del Trabajo (SRT), el organismo estatal que regula a las aseguradoras, y la cuestión se dirime en una junta médica.

La junta habilitó las cirugías. La rehabilitación duró tres meses. El túnel carpiano se curó pero el codo no, y la ART le dio un alta con incapacidad: ya no podía hacer su trabajo. Romina temía que Pepsico la despidiera con la mitad de la indemnización. Por eso, comenzó con el reclamo de un puesto pasivo.

“Ese trabajo no es para gente como vos, me repetían”, rememora Romina. El tiempo se acababa y consultó a un psiquiatra. Le contó que aquel verano, el de 2020, en vez de pasar las tardes en la playa como hacía cada temporada con las dos hijas, dormía la siesta. Le habló del miedo a que el dinero no alcanzara para pagar el crédito hipotecario y la cuota del colegio, de las ocasiones en las que sentía que le faltaba el aire y de las otras en las que lloraba sin pausa. El psiquiatra le dijo que estaba atravesando una depresión.

Romina siguió con el reclamo del puesto pasivo. Pepsico siguió negándoselo. La trampa estaba tendida: la licencia no podía extenderse por más de un año. Sin un puesto alternativo y sin posibilidad de regresar al suyo, todos los caminos conducían al desempleo. A los nueve meses, llegó a un acuerdo por poco más de la mitad de lo que le hubiera correspondido. 

Así lo resume: “Nos contratan, nos rompen, y cuando ya no servimos, nos dejan en la calle”. Hoy trabaja con la hermana en la limpieza de edificios recién construidos. Hay días en que vuelve a sentir los dolores en las articulaciones. A tres años de haber dejado la empresa, el juicio por la lesión en el hombro no se resolvió.

«Más de la mitad de mi vida»

El dolor que sentía Patricia iba del cuello hasta el codo. Por momentos era un tirón y por otros   como si un puño apretara y retorciera el hombro. Tenía tendinitis. El médico de la ART le recetó kinesiología. Pasó un mes. Aunque el dolor continuaba, le dio un alta en la que figuraba que la lesión había sido por un accidente. Sin un registro de la enfermedad laboral, la aseguradora se desligaba de la obligación de tratarla hasta que se curara.

A los diez días el país se sumió en el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio por la pandemia. Sólo así, Patricia encontró el reposo que necesitaba.

En enero de 2021 volvió a la fábrica. Le pedían 350 cuellos por día. Si no alcanzaba el 60 por ciento, le hacían firmar un apercibimiento. Con el tercero, llegó la primera suspensión por un día. Después, hubo una segunda. Patricia llevaba la cuenta. A otras compañeras que habían llegado a la cuarta, las despedían con causa, sin pagarles lo que correspondía.

En los últimos cuatro años, la Comisión Interna de Textilana –que se conformó porque a los empleados no les permitían elegir delegados gremiales– registró el despido de 230 trabajadores.

Por la noche, Patricia despertaba cada hora y media. Pasaba el día cansada. Si una compañera le preguntaba cómo se sentía, era capaz de entrar en llanto. Cada vez que veía a la supervisora, temía una sanción.

Una tarde en que la suspendieron porque se negó a firmar el apercibimiento, la supervisora, con un tono amenazante, le dijo que no se detendrían y le preguntó si quería hablar con Federico, un sobrino de Todisco que era el jefe de personal, quien ofrecía una suma de dinero para que las empleadas se fueran. Ella respondió que no.

“En la fábrica pasé más de la mitad de mi vida, no quería regalarles veintiséis años de antigüedad”, dice y cuenta que una suspensión más significaba desempleo así que la Comisión Interna le sugirió que fuera a ver a una psiquiatra. Delante de la doctora, la angustia no le permitía hablar. Le contó cómo dormía, cómo trabajaba y que vivía con miedo. La psiquiatra diagnosticó depresión, le dio licencia y medicamentos. 

La empresa desconocía las licencias psiquiátricas. Sin una justificación para las faltas, podía acusar a los empleados por abandono del trabajo. Para evitarlo, Patricia envió cartas documento y Textilana contraatacó. La obligó a consultar a un psiquiatra de la empresa. Frente a ella, el profesional reconoció la depresión pero a la fábrica le informó que no tenía  padecimientos.

Patricia sabía que si no retornaba, iban a despedirla, y si retornaba la persecución continuaría. Acorralada, llegó a un acuerdo en octubre de 2021. Textilana le pagó tres veces menos de lo que correspondía y en cinco cuotas. El dinero se acabó y todavía siente el tirón, el puño cerrado en el hombro.

Por aquella tendinitis que la ART trató como un accidente, la justicia declaró que padece una discapacidad del 7,5%. El año pasado, según la SRT, 2984 trabajadores terminaron con incapacidades por una enfermedad laboral.

A Patricia parece que no le importara. Resiste: vive con la madre, vende miel en ferias barriales, a veces también ropa o cosas viejas. Y espera: tiene 30 años de aportes y solo le faltan dos para cumplir los sesenta y jubilarse.