Las elecciones en Brasil llegan con el resultado definido, conocido de antemano: Brasil ya perdió; y lo hizo a través de una campaña de mentiras que dio resultados claros: más del 43% del electorado respaldó a Jair Bolsonaro en la primera vuelta; y las encuestadoras lo ubican en torno al 47% de cara al balotaje. Atrás quedaron sus escándalos de corrupción; sus amenazas de golpe de Estado; el negacionismo del cambio climático; y las 700 mil muertes por coronavirus, con regiones colapsadas y sin oxígeno, mientras el presidente llamaba “maricones” a quienes le temieran a una gripecita.
Lo único que le importa a la mitad del electorado es el aura de corrupción que le quedó a Lula, tras las denuncias infundadas que la derecha utilizó como un mantra hasta que la sociedad lo terminó absorbiendo.
Una campaña a la que también se adhirió la Justicia, con una condena sin pruebas que lo único que pudo demostrar, es que los intereses de las élites siempre coinciden. Poco importó que se revelara la colusión del juez con los fiscales. El daño ya estaba hecho: el 48% de la población declaró que jamás votaría por Lula, un presidente que dejó el poder con más del 80% de aprobación, tras sacar de la pobreza a 40 millones.
Y la campaña continuó, asegurando que el PT instauraría el comunismo, prohibiría las religiones, defendería a los narcotraficantes y ladrones. Una estrategia tan agresiva como efectiva, que hizo que su candidato tuviera que correrse al centro para minimizar riesgos. Lula intentó ganar terreno entre los evangélicos, declarándose en contra del derecho al aborto, y prometió que, de ganar, no buscaría la reelección. Si la izquierda llega al poder, sería menos izquierda, y tendría un poder limitado. Este escenario ya es una realidad en el Congreso, donde la Cámara de Diputados estará controlada por la extrema derecha: podría derivar en un bloqueo político, y en el mejor de los casos, en la necesidad de hacer concesiones.
Pero también hace recordar al derrotero de Dilma Rousseff. Con el Poder Legislativo en manos de la derecha, el margen de maniobra de un eventual Ejecutivo progresista sería mínimo. Por lo pronto, los bolsonaristas ya pasaron al ataque, presentando un proyecto que busca acabar con la protección legal que impide la deforestación del Amazonas, y adelantando su intención de endurecer el Código Penal, y aumentar todavía más las facilidades para el acceso a las armas, cuya compra aumentó un 500% durante el gobierno actual.
Pero seguramente, lo más dañino es la desconfianza que siembran en el sistema democrático. Bolsonaro preparó el terreno, asegurando que el conteo electrónico de votos no era seguro, a pesar de que nunca se registró una irregularidad, desde que se comenzó a utilizar en 1996. A su vez, el miedo es retroalimentado por la derecha internacional, liderada por el exasesor de Donald Trump, Steve Bannon, que no sólo aseguró que hubo fraude en la primera vuelta, sino que también la segunda estaría manipulada.
La estrategia no es nueva: minar la credibilidad del orden establecido, polarizar a través de redes sociales y medios convencionales, y armar a parte de la población. Brasil funciona como un espejo de EE UU, pero esta realidad abarca, en mayor o menor medida, a cada pieza del tablero mundial. Y en un contexto de crisis energética, inflación, inestabilidad política y conflicto social, sumado a la posibilidad latente de una III Guerra, la extrema derecha se fortalece a costa de la democracia. El resto mira impotente.