A la Argentina se puede entrar por aire, tierra y mar; y en cada uno de esos ingresos, la autoridad que hoy manda sobre cualquier otra es la sanitaria. Sebastián Ariel Piacentini, 42 años, es uno de los inspectores de Sanidad de Fronteras del Ministerio de Salud de la Nación apostado en el aeropuerto de Ezeiza. Literalmente, representa el muro de contención para que la pandemia no se extienda. “Nos basamos en el Reglamento Sanitario Internacional de la OMS de 2005, que es como nuestra Biblia”, indica el especialista, y describe cada paso de su trabajo: “Primero, mantenemos una libre plática con el personal de la aeronave, para saber si pasó algo particular en el vuelo o en los baños, por ejemplo, más allá de la declaración jurada que deben firmar todos los pasajeros repatriados”.
La primera bocanada de aire que sale del avión cuando se conecta con la manga del aeropuerto es recibida por Sebastián, quien ingresa al avión vestido con un traje de máxima bioseguridad. Desde ahí observa “las caras de los pasajeros, el color de su piel y sus ojos. Si hay un caso sospechoso, le proveemos los elementos de protección y permanecerá aislado en una habitación”. Lo mismo ocurrirá con las 14 personas que viajaron a su alrededor. En el Hospital de Agudos Eurnekian, cerca de la terminal, hay un área para alojar a posibles infectados. La suerte de los sospechosos detectados en el aeropuerto dependerá de los resultados de los análisis. El resto será seguido de cerca por las autoridades.
Hasta no hace mucho, Ezeiza recibía entre 20 y 25 mil pasajeros en unos 90 vuelos diarios. Ahora llegan entre 300 y 400 pasajeros por día. Sebastián, que tiene dos hijas, dice que “tenemos temores como cualquier mortal que tiene familia, extrañamos como todos el poder abrazarnos, pero sabemos que no podemos equivocarnos”.