Si bien la contaminación sonora tiene poca prensa, la constante exposición a diversos ruidos en la ciudad representa un trastorno en la vida cotidiana y un deterioro en la calidad de vida de las personas, llegando a provocar numerosas afecciones en la salud: desde la alteración del estado de ánimo y de la capacidad de concentración, hasta dolores de cabeza e interrupción del sueño. Sus habitantes lo naturalizan y el sistema político lo desestima en cualquier planificación urbana.
Según el Índice Mundial de Audición (IMA), que mide la contaminación auditiva en 50 ciudades, Buenos Aires está en el puesto 10 en el ranking de las urbes más ruidosas del mundo, producto del tránsito vehicular, las bocinas y sirenas, los camiones de recolección de residuos, las obras de construcción y las actividades de ocio nocturnas.
La Fundación Ciudad, que busca contribuir a la calidad de vida urbana en Argentina, estableció que la contaminación sonora se encuentra entre los principales problemas que preocupan a los habitantes de CABA. Además, existe un consenso en que el problema no se encuentra en la agenda pública y que el ruido impacta en el estado de ánimo, la salud física y la calidad de vida en general de la población.
La ley porteña N° 1540 de Prevención y Control de la Contaminación Acústica indica como límite los 65 decibeles (dB) para el día en zonas residenciales y 70 dB para zonas comerciales. Según Mirta Sterin, jefa del Servicio de Audiología del Hospital de Clínicas, los niveles de contaminación acústica de la Ciudad lo superan ampliamente, en especial en calles y avenidas con mucho tránsito.
Explica que el nivel máximo de exposición que el ser humano puede tolerar sin riesgos es de hasta 85 dB durante un máximo de ocho horas: «El tiempo de exposición recomendado disminuye a medida que la intensidad del sonido aumenta. Por ejemplo, para la OMS, la exposición a sonidos por encima de los 85 dB por más de 15 minutos ya no sería seguro».
Tanto tanto ruido
Fabio Márquez, licenciado en Diseño del Paisaje, docente universitario y director de la Comisión de Participación Social de la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo (ACUMAR), relata que a partir de los 60 decibeles, comienza a ser «molesto» y cuando se acerca a los 100 decibeles empieza a ser «dañino».
Los colectivos constituyen uno de los principales emisores: por sus motores o sus frenos alcanzan 100 dB. «Luego, en un lugar de alto nivel de tránsito, se pueden acumular», aclara Márquez. Además, el nivel y tipo de construcción que rodea las calzadas vehiculares accionan como amplificadores o «cajas de resonancia». Por eso, puede sentirse más fuerte en pisos en altura: «según cuán encajonado sea el espacio construido, va rebotando en los frentes de los edificios, y es más fuerte arriba que en la propia vereda».
Al ruido de los motores, frenos o equipamientos complementarios, se suma un flujo de tránsito constante sobre las principales calzadas «que a una escala tan masiva genera que la ciudad nunca tenga silencio. Incluso durante la noche, hay vehículos que producen un suave ruido permanente, como si fuera el telón de fondo sonoro de la ciudad», remarca Márquez.
Menciona otras fuentes de ruido excepcionales, como Aeroparque, cuyos aviones provocan interrupciones en las clases de la Ciudad Universitaria, donde docentes y estudiantes están acostumbrados a hacer una pausa hasta que pase el avión: «El ferrocarril o el subterráneo también son complicados, porque alcanzan picos de decibeles». Pero los que más dañan la salud son los que están instalados en nuestro hábitat de manera regular.
El ruido y el control
Como en otros aspectos urbanos, la problemática deambula entre la ley y la falta de control. En este caso, si se aplicara la normativa vigente dirigida a controlar y sancionar las emisiones de ruidos, «la mayor parte de los colectivos y camiones no estarían en condiciones de circular».
Los especialistas subrayan la falta de una política de sustitución: la mayoría de las líneas tienen modelos de coches viejos que producen más ruido. No existe un plan de transición hacia tecnologías más silenciosas, como los colectivos o tranvías eléctricos, ni un plan para ampliar la red del subte que permita disminuir el volumen de vehículos en superficie.
La última modificación del Código de Edificación, sancionado en 2018, no incluyó la utilización de materiales en las fachadas que amortigüen el impacto del ruido, es decir, que acusticen las calles. «Las calles arboladas también amortiguan más los ruidos, pero el arbolado es muy deficiente en la Ciudad, porque faltan o porque sufren podas excesivas», explica Márquez.
Advierte que el Mapa de Ruido de la Ciudad está construido por algoritmos y no por sensores que arrojen información fehaciente para después definir políticas públicas en función de las intensidades. «La Agencia de Protección Ambiental debería producir información relevante, pertinente y precisa para construir un Mapa Sonoro que no sea solo testimonial. No es un problema de recursos económicos, sino de prioridad, de resolver esta cuestión ambiental desde una política de salud pública. Pero no parece haber voluntad política, a pesar de que la Ciudad es una de las más ruidosas del mundo».
Consultado por Tiempo, el titular de la Agencia de Protección Ambiental de la Ciudad, Renzo Morosi aseguró que en estos años se implementaron diversas intervenciones particulares «con buenos resultados», como la aplicación de paneles fonoabsorbentes en las paredes interiores de los Viaductos Carranza y Libertador, la pavimentación de las Avenidas Alberdi y Triunvirato (ambas tenían empedrado, «que genera más ruido»), al igual que el Plan Prioridad Peatón en zona céntrica, «metrobuses sobre avenidas principales quitando el transporte público de las calles aledañas, los más de 300 km de ciclovías y la creación de un listado con las ‘zonas calmas libres de pirotecnia'».
Martín Iommi, profesional de Impacto Acústico, aclara que si bien existen sanciones para los emisores de ruidos excesivos, son «muy desiguales». «Las obras de construcción públicas o privadas prácticamente no tienen fiscalización, en cambio las actividades de los rubros culturales tienen inspecciones con sanciones muy duras que son de la misma magnitud para eventos masivos y para establecimientos pequeños. Un lugar para 300 personas termina pagando la misma multa que un evento grande». «
El impacto en la calidad de vida
Mirta Sterin, del Hospital de Clínicas, afirma que el ruido impacta en la calidad de vida general, en el humor y el estado de ánimo y en la salud física. También señala que provoca nerviosismo, dolores de cabeza, falta de concentración y problemas para llevar a cabo actividades diarias, como dormir, descansar, leer o estudiar.
Sostiene que en ciertos lugares, la sobreexposición a determinados niveles de presión sonora de forma prolongada puede dañar las células sensoriales de manera permanente, provocando una pérdida irreversible de audición: “entre los principales problemas se incluyen disminución de audición, sensación de ‘oído ocupado o tapado’ y zumbidos”.
Para la audióloga, el uso de auriculares en la vía pública también representa una preocupación ya que, para superar el ruido del ambiente, se suele aumentar su volumen. Sugiere «hacer descansos auditivos para no fatigar o lesionar el oído”.
Nilda Vechiatti, presidenta de la Federación Iberoamericana de Acústica y de la Asociación de Acústicos Argentinos (AdAA), remarca que las actividades nocturnas ruidosas son las que generan mayor cantidad de denuncias, precisamente porque interfieren con el descanso: “esto genera una afectación de la psiquis, lo que fortalece el estrés y la irritabilidad”. Y menciona la interferencia con la comunicación y exponerse a algo que no se puede evitar. “Hay que tener en cuenta que todo eso genera efectos adversos: nerviosismo, cambios en la conducta, agresividad, por lo tanto disminuye nuestra calidad de vida”, asegura.
Incluirlo en programas educativos
Para Vecchiatti, la ausencia de divulgación sobre la contaminación sonora tiene que ver con una “falta de conciencia y un problema de educación”: es común que a los chicos les enseñen a cuidar el agua, a reciclar baterías o residuos urbanos, pero en general no se enseña lo que produce estar expuestos a ruidos o vibraciones. “La clave estaría en incluirlo en los programas educativos, incluso desde el nivel inicial, y enseñarles a protegerse de los ruidos excesivos”.
Durante la cuarentena por el Covid 19, hubo una fuerte reducción de la contaminación auditiva. Este contraste habilitó el desarrollo de otra sensibilidad frente a sonidos y ruidos. “Muchas personas se acostumbraron a no convivir con determinados niveles de ruidos, se generó una conciencia de que se puede tener otra calidad de vida. Por eso mucha gente eligió irse de las grandes ciudades”, subraya Iommi.
Márquez afirma que nos acostumbramos a los ruidos: «los soportamos, está instalado como si fuera el costo por el progreso y es todo lo contrario”. Vechiatti ejemplifica: “cuando estamos frente a una luz muy potente, nuestro organismo tiene un mecanismo de protección que es cerrar los párpados. En cambio, los oídos no se cierran nunca, no tenemos cómo. Nuestro sistema auditivo está alerta las 24 horas, aún cuando estamos durmiendo. Por eso, si se produce un ruido importante uno se despierta. Por eso debería enseñarse el daño que causa y explicar la necesidad de protegerse”.