Primero fueron por Pepe le Pew, pero no me importó porque yo no soy un zorrino. Después fueron por la chanchita de los Muppets, pero no me importó porque yo no soy Miss Piggy. Más tarde fueron por Zamba, pero no me importó porque no soy kirchnerista. Ahora vienen por mí, Superman, y justo me agarran cuando soy Clark Kent y estoy sentado en la redacción del Daily Planet, tratando de imitar el glamour crítico de Charles M.Blow, el columnista del The New York Times empeñado en borrar del planeta a los personajes de dibujos animados. Sin mis súper poderes no puedo contra el capitalismo salvaje: el jefe de Redacción me apunta con su mirada y me grita que la corte, que ya me pasé de la hora de cierre, que no dude ante la pantalla en blanco porque la duda es la jactancia de los intelectuales y que el diario tiene que irse a la imprenta.
Entonces, bajo los nocivos efectos de la kriptonita verde que me han arrojado mis enemigos y que ha logrado afectar mis dos identidades, le hago caso, me limpio los anteojos con el borde de la camisa arrugada y trato de escribir sobre las curiosas relaciones que entablan los seres humanos con la ficción.
Una frase muy trillada dice que los extremos se tocan. Pero no por trillada deja de tener cierto grado de verdad. A veces, la corrección política se parece bastante a la censura.
Desde que en los comienzos de los ’70 Armand Matellart y Ariel Dorfman hicieron una contribución fundamental a los estudios culturales al publicar Para leer el Pato Donald, hay quienes creen que analizar es sinónimo de censurar. El tiempo demostró que los Donald de carne y hueso son infinitamente más peligrosos que un pato dibujado, porque debido a su carácter ficcional el Donald dibujado jamás podría candidatearse a presidente, mientras que el Donald de carne y hueso no solo pudo hacerlo, sino que, además, fue votado por millones de estadounidenses.
Cierto progresismo cree que toda ficción debe obedecer al afán moralizante de las fábulas de Esopo y reflejar un mundo terso y rosado. Pero los retrógrados también tienen lo suyo. Por eso, temo que en cualquier momento me acusen de ostentar una omnipotencia machista que constituye una mala influencia para la infancia o que, desde el otro extremo, el diputado Fernando Iglesias me califique de superhéroe K y me condene por haber nacido en Kriptón.
Al zorrino seductor no lo salvo ni yo, quiero decir ni yo cuando me meto en una cabina telefónica, me pongo los calzoncillos rojos sobre el pantalón y adquiero súper poderes. Blow lo acusa de naturalizar la cultura de la violación, lo que me deja muy confundido, porque al zorrino la gatita Penélope lo rechaza por su olor a zorrino, es decir, por ser un animal que huele distinto habiendo nacido en Francia, un país que es el epicentro de la producción de fragancias artificiales. ¿Pero, entonces, donde quedó el respeto por las diferencias? ¿Es lógico pretender que un zorrino, por ser francés, tenga que oler a Chanel N° 5? Desde que nació allá por 1945, Pepe Le Pew es ridiculizado como un amante patético más que como un violador serial. Así las cosas, creo que no está lejos el día en que me detengan por exhibicionista por llevar los calzoncillos por fuera del pantalón cuando en el planeta Tierra todos los hombres los llevan por dentro. El cuento de la aceptación de la diversidad cultural es eso: puro cuento.
A veces, como personaje de ficción que ha protagonizado películas, me da por pensar en Armando Bo, ese director argentino que hizo de las tetas de Isabel Sarli el leit motiv de sus creaciones fílmicas, estimulando la masturbación grupal masculina en cines lóbregos. El crítico manos de tijeras Miguel Paulino Tato, que presidió el Ente de Calificación Cinematográfica desde 1974 hasta pasados los ’80, fue su sombra negra. Podó sus películas como el más obsesivo de los jardineros o como si de un curso de corte y confección por correspondencia sólo le hubiera llegado la primera parte, la del corte. Tato fue repudiado, y con razón, por el progresismo de ese momento. ¿Quién sería el repudiado si la dupla Bo-Sarli filmara hoy? Es cierto que Bo era, como mínimo, un machista. Pero no es menos cierto que nadie tiene derecho a determinar qué es lo que los demás pueden mirar.
Sí, ya sé, Blow argumentaría que el zorrino y la chanchita están destinados a un público infantil. Pero no creo que en el prontuario de ningún violador figure el haber visto a Pepe Le Pew como antecedente de su conducta criminal. Tampoco que el maltrato de Piggy hacia la rana René sea el fundamento de la violencia doméstica.
El stalinismo prohibió los cuentos de hadas en nombre de la verdad. La dictadura cívico militar argentina le quitó a Piluso el grado de capitán y prohibió que Coquito fuera marinero. A veces los humanos –y esto lo digo con conocimiento de causa porque soy un personaje de ficción- son inexplicablemente literales. ¿Cómo se pueden prohibir los zorrinos dibujados, las chanchitas-marionetas, los grados militares de ficción o las hadas? ¿Acaso no se dan cuenta de que no existen? Ni siquiera yo existo. Por suerte, porque lo de tener súper poderes para hacer el bien es fantástico. Pero te la regalo ser un periodista con espíritu justiciero en la época de la posverdad.