Volver a México es agradecer el «bienvenida a su país» que me dice la trabajadora de migraciones al sellar el ingreso en mi pasaporte.
Es conmoverme, sonreír y sentir un nudo en la panza y en la garganta, al mismo tiempo. Y reiniciar el inventario siempre cambiante de mi ciudad:
La desigualdad perenne. Niños y ancianos que piden limosnas en las puertas de hoteles cinco estrellas.
Malabaristas y limpiavidrios apostados en esquinas cruzadas por camionetas de lujo con vidrios polarizados.
El clasismo y la discriminación, pero también la amabilidad, la solidaridad y la resiliencia.
La alegría de ver los puestos de jugos y de comida y el aroma a maíz, a grasa, a picantes por doquier. El miedo a caminar sola de noche y el veto autoimpuesto a los taxis callejeros.
La nostalgia al recorrer el barrio de la infancia.
El espanto al confirmar el impacto de la invasión narco, ya cotidiana, ya naturalizada.
La voluntarista esperanza de un futuro. A pesar de todo.
Los mercados colmados de romeritos, aguacates, papayas, guayabas, mameyes y tortillas y tlacoyos hechos a mano. Estampas de vida y trabajo.
Las muñecas de Frida Kahlo que compiten en ventas con los muñecos de López Obrador, el presidente que sigue prometiendo primero los pobres, que a ratos se muestra intolerante y autoritario, pero que sigue imbatible, con popularidad récord porque les habla a millones de mexicanos despreciados, ignorados y estafados durante tanto tiempo.
La contagiosa algarabía de las familias que disfrutan la feria navideña en el Zócalo o que se sacan fotos con Santa Claus y los Reyes Magos en el Monumento a la Revolución.
El hacinamiento de la calle Madero y de los alrededores del Centro Histórico.
Comprobar otra vez que, entre los vendedores ambulantes, me siento en mi hábitat.
Los puntos de reunión seguros señalizados en el asfalto por si hay un terremoto. El pánico a que suene la alerta sísmica.
La belleza de Paseo de la Reforma. La invasión de ciclistas los fines de semana. El dolor de los antimonumentos: de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y los 49 niños muertos en el incendio de una guardería, a las víctimas de femicidio.
Las huellas de nuestras tragedias y la persistente lucha social. Las pruebas de la interminable impunidad.
El mercado de la Ciudadela y las ganas de llevarme todos los rebozos, todas las vajillas, todas las artesanías.
Las portadas de los diarios que cada día anuncian más muertes, más desapariciones, más violencia.
La numeración anárquica de las calles. La calidez de un paseo dominical por la Alameda y de una caminata en el Parque Hundido. Las canciones de Juan Gabriel y de José José como banda sonora estable de una Ciudad de México que para muchos seguirá siendo simplemente el DF.
La eficacia del metrobús. El caos de la avenida de los Insurgentes poblada de farmacias que ofrecen resultados de pruebas Covid en 15 minutos.
Las mujeres que se maquillan los ojos con esmero, mecidas al vaivén del transporte público. La admiración por su preciso manejo de sombras, rímeles y delineadores.
La diferencia corporal ante la ausencia de la humedad porteña. La falta de aire por los 2200 metros de altura.
Y la orgullosa sensación de pertenencia: de aquí soy.
El cariño, la confianza y la incondicionalidad de familia y amigues. Los abrazos emocionados, todavía temerosos por la pandemia. Las risas alternadas con las lágrimas. La naturalidad con la que retomamos charlas, bromas y confidencias, como si nos hubiéramos visto ayer. Como si no viviéramos a 7000 kilómetros de distancia.
Es el primer viaje en el que se supone que Florita ya no está, pero la encuentro a cada paso. En los restaurantes que le gustaban, en las plazas e iglesias en las que vendía; en los antojitos que disfrutaba, los lugares donde paseábamos y la música que escuchaba. En la evocación de su sonrisa cuando llegaba a verla, su profunda y contagiosa convicción de disfrutar la vida y su añoranza de papá.
El amor y la admiración serán eternos.
Seguimos.