Después de una jornada merecida de descanso, Sebastián Zibecchi estaba decidido a realizar las compras de fin de año que le quedaban por hacer. Salió de su departamento a las apuradas, vestido con remera, pantalón azul y zapatillas; y empezó a caminar sobre avenida Rivadavia en las inmediaciones del Congreso sentido hacia la zona de Once. Nada indicaba que algo adverso estaba por suceder, todo lo contrario: las últimas horas de ese día permanecían serenas, pese al calor intolerable y el bullicio de una ciudad que no duerme, que eternizaban la anteúltima noche del 2004. El paso ligero de Sebastián empezó a desacelerar cuando aparecieron los primeros sonidos penetrantes de la noche. Varias ambulancias y camiones de bomberos llamaron su atención. Impaciente y sin pensarlo, retomó su ritmo apresurado hasta llegar a Plaza Miserere.
“Ahí me encontré con todo el despliegue de personas que se iban acercando y el personal de socorro: bomberos, policías y muchas ambulancias. Llamé a los chicos que eran voluntarios y me puse a laburar”. Por aquel entonces Sebastián tenía 30 años, trabajaba en una empresa privada de emergencias y era voluntario del sistema de atención médica del SAME. “Me puse a dar una mano al personal médico y a asistir a las víctimas. Hasta la madrugada hice reanimación a muchos chicos y entré varias veces a Cromañón a sacar personas”, recuerda Sebastián en diálogo con Tiempo, mientras mencionaba que una de sus funciones fue dar contención a las familias que se acercaban al lugar para saber cómo estaban sus hijos.
A los pocos minutos de haber comenzado el siniestro dentro de Cromañón, la zona se llenó gente. Muchos eran curiosos que entorpecían el trabajo de los rescatistas; otras personas, increíblemente, saqueaban las pertenencias de las primeras víctimas que se encontraban apostadas sobre la calle Mitre. Algunos trabajadores ambulantes mantenían sus puestos con parrillas y seguían vendiendo bebidas, hamburguesas y choripanes a todos los que se acercaban para ver qué pasaba. Paralelamente, cientos de policías y personal médico atendían a las víctimas, y decenas de bomberos trataban de extinguir las llamas.
“Había mucho descontrol que se extendió a lo largo de toda la noche, y dentro de todo ese lío hicimos nuestro trabajo de la mejor manera”, agrega Sebastián. “La imagen que nunca voy a poder borrar de mi cabeza es la de una beba que saqué y le empecé a hacer RCP (reanimación cardio pulmonar). Tendría 10 meses aproximadamente y camino al hospital falleció”, recuerda.
Sebastián dedicó su vida a salvar la de otras personas. A los 17 años empezó como voluntario en la Cruz Roja mientras trabajaba en otros rubros para poder subsistir. El primer encontronazo con una tragedia lo tuvo durante el atentado contra la Embajada de Israel. Más tarde participó de tareas de rescate en el edificio de la AMIA, en lo que fue el segundo atentado terrorista que sufrió el país. Además, es técnico superior en Emergencias Médicas, pero su dedicación a salvar vidas en tareas de rescate comenzó mucho antes que poseer un título.
“Como a muchos, lo de Cromañón marcó la vida de todos. Varios de mis compañeros y compañeras de trabajo necesitaron de contención psicológica luego de aquella noche. En mi caso me la ofrecieron pero no la acepté, no es lo aconsejable pero bueno, trato el tema de otra manera”. El trabajo de Sebastián, y el de todo el personal de rescate, fueron fundamentales para que la cantidad de víctimas de Cromañón no se incrementaran con el correr de las horas. Como ´Seba´, decenas de voluntarios fueron protagonistas de aquella noche trágica, de un hecho que es necesario recordar para que no vuelva a ocurrir.