Me gustan los tutoriales, consejos y recetas virtuales. Basta con buscar en YouTube para saber cómo levantar una catedral gótica con la pelusa del ombligo, cómo limpiar las juntas de los azulejos sin darse cuenta, cómo atraer la fortuna colocando estratégicamente una planta de albahaca, cómo entender qué dice nuestro perro cuando ladra, incluso si el perro es chino.
Debo reconocer que algunos títulos son tan atractivos que es imposible no dejarse tentar y hacer clic para conocer los secretos más fascinantes: «Por qué debería esparcir crema de afeitar sobre el escobillón. Cuando pruebe este truco ya no podrá dejarlo», «Haga esto antes de dormir y se despertará sin várices», «El tip infalible para mantener el aguacate fresco por seis meses», «Cómo hacer un bonsai de buganvilla paso a paso y sin ser japonés», «Por qué debe poner papel de aluminio en la puerta de su casa». No me digan que este último título no les genera curiosidad, la misma que me llevó a mí a hacer clic para conocer que el papel de aluminio no sólo es útil en la cocina. Según leí, el ruido del papel aluminio espanta a los gatos. Si se lo coloca a modo de bandera en un palo, también aleja a los visitantes indeseables que, molestos por el ruido del viento sobre el papel y por su cegador reflejo, pasarán por su puerta sin tocar el timbre. Además, tiene usos también más modestos pero igualmente útiles: colocado bajo la manta de planchar retiene el calor, aumenta la velocidad de planchado y ahorra electricidad. Sirve para sacar los restos de óxido, para eliminar la electricidad estática y hasta para aumentar la velocidad del Wifi. Tan inverosímil como una novela de César Aira que, sin embargo, tiene lectores fanáticos.
Promediando esta contratapa me veo impelida a adoptar el modo de titular de YouTube para decirle al probable lector: «Por qué debería leer esta contratapa hasta el final». Imbuida del espíritu YouTube contesto esta pregunta con su probado estilo. En primer lugar porque si está leyendo en un bar y ve a lo lejos que se acerca una persona a la que no quiere saludar o un acreedor capaz de importunar su mañana de domingo, puede taparse la cara con el diario y pasar absolutamente inadvertido. Porque una vez que la haya leído puede usarla para limpiar los vidrios de su casa hasta que queden relucientes. Porque es lindo leer el diario los domingos por la mañana mientras mojamos la medialuna en el café con leche. Porque luego de leerla puede cortar cuadrados perfectos, plegarlos según indica un tutorial de YouTube y hacer una grulla de origami que hasta moverá las alas, si le tira de la cola. Porque también puede optar por plegarla, tomar las tijeras y, si aprendió la habilidad de sus mayores o vio el tutorial indicado, moverla de tal modo que de los cortes resulte una ronda de chicos tomados de la mano. No creo que deba menospreciar el truco, aún hay quien se deslumbra con estos pequeños milagros caseros de papel que ya asombraron a tantas infancias.
Finalmente, debería leerla porque esta nota tiene una revelación. Al terminarla usted habrá descubierto por qué nos fascinan tantos los tutoriales y los consejos virtuales. Pues bien, aquí va: nos fascinan porque son promesas y nadie es lo suficientemente amargo ni desconfiado como para no creer por lo menos en alguna. Las promesas pueden ser de dos tipos: las modestas y prácticas o las incomprobables y literarias.
Si yo le prometo que sus vidrios quedarán brillantes luego de echarles un chorrito de alcohol y frotarlos con esta contratapa y usted lo realiza y comprueba que no le miento, si ve que a través del vidrio antes sucio febo asoma como en la marcha de San Lorenzo, renovará su esperanza en las promesas. Hasta es probable que en el medio del descreimiento desolado de la adultez vuelva a abrigar la esperanza de que los reyes magos no sean los padres.
Y si YouTube le promete que podrá atraer la fortuna colocando en el lugar indicado una planta de albahaca, quizá usted lo haga. La vida es tan rara e imprevisible que todo puede suceder. Quizá lo verde atraiga lo verde y tal vez un día se sorprenda al despertar cuando vea junto a la planta una inexplicable montaña de dólares –incluso si aún Milei no destrozó el Banco Central– igual que lo sorprendía de chico la mañana del 6 de enero que los camellos se hubieran comido todo el pasto que les había dejado la noche anterior. Nunca se preguntó, seguramente, por qué les gustaba tanto el pasto a animales que viven sobre la arena y no conocen los yuyos de la plaza que usted arrancaba año tras año en un ritual feliz y esperanzado. A veces, para creer, es preciso ignorar, resistirse a la lucidez total a cambio de un mínimo de esperanza. Por eso creemos en esas incomprobables promesas literarias. También los adultos necesitamos cuentos para dormir un poco y descansar del desencanto.
Es por eso que nos gustan las fórmulas –incluidas algunas desopilantes fórmulas presidenciales– y las recetas infalibles. Por eso existen las recetas familiares que se transmiten de generación en generación, ya sea la de los fideos de la abuela, la del cheesecake de la tía o la del limoncello de los parientes de Italia. La receta es un conjuro contra el azar, un talismán contra la muerte. Es la única forma de ser infalible: si mezclamos los ingredientes indicados en las cantidades recomendadas y somos fieles al procedimiento familiar, más tarde o más temprano comenzará a sentirse en la cocina el delicioso aroma de la certeza. No es poca cosa, porque es el aroma de la única certeza posible. «