En los últimos días, la transfobia mediática – y por suerte su condena- volvieron a ser trendic topic en las redes sociales. ¿El motivo? Un nuevo capítulo del desprecio de la autora de de Harry Potter, J. K. Rowling, a la comunidad trans.
Después de haber publicado un tuit burlándose de la expresión “personas que menstrúan”, donde retomaba su defensa del biologicismo, la semana pasada nos enteramos de que su última novela, firmada con seudónimo, se trata de un asesino en serie que se viste de mujer para aprovecharse de sus víctimas. La novela, aún no publicada en castellano, se titula “Troubled Blood” (sangre perturbada) y puede interpretarse como una campaña literaria contra la identidad trans. Estos últimos actos han revivido los aplausos y ánimos de las feministas TERF, quienes ven en Rowling una vocera de las autodenominadas “nacidas mujeres”.
TERF forma una palabra que une las iniciales del inglés Trans Excluyent Radical Feminist (feminista radical trans excluyente). Son un grupo de feministas cuya base teórica genera la exclusión de las mujeres y hombres trans y con exclusión me refiero a vulneración, estigmatización, criminalización, patologización y negación de nuestras identidades e historias de vida.
Pero ¿de dónde vienen las TERF?
El feminismo radical nace en Estados Unidos a finales de los años ’60. Es un movimiento que buscaba la raíz de la dominación y la opresión que sufrían únicamente las mujeres cis (es decir que responden la asignación del sistema medico-jurídico: pene/varón y vulva/mujer).
Uno de los fundamentos se basa en la relación de producción-reproducción y las desigualdades que de dicho par binómico se desprenden: mundo público y privado, amos y esclavas, dominadores y dominadas.
Dentro de este pensamiento occidental, binario y dicotómico, los feminismos radicales continuaron con los modelos heterosexuales de producción y reproducción. Esto da como resultado que el ingreso a los feminismos de muchas compañeras fuera desde la asunción de las opresiones y violencias sufridas por los varones cis.
En esta relación binaria, artificial y biologicista en la cual si naciste con determinada genitalidad y órganos estás obligada o obligado a ser de tal o cual forma, es que las feministas radicales no advierten la artificialidad de su propio género. Al mismo tiempo no registran las violencias que reproducen y ejercen como par sistémico hegemónico con la comunidad trans.
Frente a debates en torno a la productividad y la reproductividad del cuerpo, como pueden ser los debates por el derecho al aborto, es que resurgen discursos biologicistas que encuentran sus bases a la vez que reproducen la diferencia anatómica de dicho par sistémico como único modo de interpelar, incomodar, reclamar derechos y hacer política.
Travesti como identidad no binaria
En contraposición a la figura de víctima de dichos feminismos, encontramos la de sobrevivente como enuncia la activista travesti Marlene Wayar. A diferencia de la víctima, la sobreviviente tiene potencia política ya que enunciarnos así, nos permite luchar para impedir que se sigan cometiendo las violencias. Y esto colectiviza e intersecciona aún más las luchas.
Además, Wayar menciona que dichas etiquetas hegemónicas están colmadas de significados e intentar resignificarlas, definirlas o ampliarlas es una lucha que nos llevará años y a algunas, la vida.
Por ello es importante compartir con nuestras hermanxs en otras latitudes, la potencia creadora de nuestras travas migrantes sudakas y originarias, de regalarles – por no decir tirarles por la cabeza- una etiqueta cargada de biologicismo, desigualdad y límites, para comenzar a nombrarnos Travestis. Ni hombres ni mujeres. Somos lxs travestis.
Tanto en Europa como en Estados Unidos, las personas trans resignifican las palabras y expresiones que se les han dado desde los poderes opresores: Tranny-Shemale (Trans- ella-macho) que proviene de la industria pornográfica). Pero también “transexual” o “mujer trans” que pueden generar una reacción por parte de las TERF. Así, lo travesti, se viene a correr de ese lugar.