El primer Mundial que localizo en la memoria es el de 1958, en Suecia. Lo escuché por radio, casi siempre solo, en mi casa de Floresta. A ese infame 6 a 1 que nos metió Checoslovaquia lo viví como lo que fue: una afrenta, un baile, un papelón histórico. La bravuconada de Rattín en Londres 1966 casi me pasó inadvertida. En 1970, como periodista, me tocó cubrir en la cancha de Boca, para un diario de Mendoza, ese bajonazo que fue la eliminación de la Selección frente a Perú. En 1978 vivía en México. Por esos días en aquella tribu de nómades de la que participaba se generó un bravo dilema.
¿Qué hacer? ¿Apoyar el Mundial 78 como si nada pasara en el país expulsor o boicotearlo? Esa cuestión abrió profundas grietas en la colonia argentina de exiliados. Cualquiera sabía que si la Selección obtenía el título eso echaría un manto distractivo sobre la metodología de represión y terror. El éxito les daría a los militares la chance para que, con alargue incluido, jugaran un segundo tiempo en el poder. En esas circunstancias difíciles no fueron pocos los que le dieron la espalda al Mundial, como si no existiera. Otros, como fue mi caso, aun entendiendo el uso político, reservamos un espacio de hincha concediéndole más razones futboleras que ideológicas. Nos daba una tristeza inmensa no poder ser testigos de un acontecimiento que, a lo mejor, no volvería a repetirse en años.
En este tema, y en otros, a veces bailamos en dos bodas a la vez. Decidimos seguir el Mundial a través de la televisión, pero previamente participamos de unas mesas redondas cuyo lema fue Argentina campeón, Videla al paredón. Sosteníamos una postura de proporciones esquizofrénicas: excitarnos con el acontecimiento deportivo y execrar a los militares organizadores del torneo. Por cartas o publicaciones llegadas de la Argentina supimos de un cantito tribunero en el estadio de Rosario: Pasarella, Pasarella, si Kempes se lesiona lo ponemos a Videla. Vimos también la foto publicada en un semanario de Videla y Kissinger en la cancha, cuyo epígrafe afirmaba: «Como dos hinchas más». O un título estremecedor en esa misma publicación: «Le ganamos al mundo».
En la patota que se armó para ver los partidos anidaba, en terrible plan contradicción, la conciencia de los tremendos dramas ocurridos en la Argentina, muchos de los cuales nos habían empujado al exilio, y la sospecha de que la obtención del título generaría una ola de triunfalismo que obturaría penas y propiciaría olvidos. Eso, incluso, nos lo marcaban amigos mexicanos cercanos que con afecto intentaban comprender nuestras dualidades.
Permanece en mí uno de los momentos más patéticos de los años vividos afuera. Argentina ya se había consagrado campeón y salimos en caravana al estilo argentino. Nos proponíamos llegar al Zócalo, en el centro administrativo del entonces Distrito Federal, para dar una vuelta olímpica. No éramos más de cien personas en treinta autos. El festejo nunca se concretó: por diversas razones, no todos arribamos a destino y nuestras hijas e hijos, que debían agitar banderas y tirar papelitos se quedaron dormidos. Por un lado, hicimos un poco el ridículo ante los mexicanos que no entendían nuestro entusiasmo; por otro lado, conmovedor, porque lo que nos había impulsado a salir era una genuina melancolía.
El del 82
En junio de 1982, empezó el Mundial disputado en España. Aquella barra quilombera del 78 volvió a juntarse, aunque sin tantos debates previos. Hubo menos contradicciones, pero esa copa la vimos sin mirar. Desde hacía tres meses lo que nos ocupaba la cabeza, como demasía y reiteración de la tragedia que azotaba a nuestro país, era la Guerra de Malvinas. Como campeón del certamen anterior, la Selección jugó el partido inaugural y perdió con Bélgica 1 a 0. Cuando el árbitro decretó el final del partido, la televisión mexicana sobreimprimió un fatídico Último Momento: «La rendición argentina». Apagamos el televisor y nos juntamos en lo que se pudo: la comida dominguera. Mientras no quedaba ni un solo fideo en los platos, regresaron los chistes escépticos, los recuerdos a la familia de Galtieri, al número 9 de la selección de Bélgica y casi seguramente a Menotti.
Pasó el tiempo y pudimos afrontar el regreso. El nuevo Mundial se disputaría en México y buena parte de aquella hinchada bullanguera volvió a amucharse, esta vez en la librería Ghandi, a pasos de la calle Corrientes. Allí, su dueño, el recordado Elvio Vitali, reconvirtió una frase que cuando la dijo en México había tenido la condición de una arenga, provocadora de dolor y risa. Lejos de Buenos Aires había dicho: «¿No ven que somos una manga de boludos? ¡¡¡ Una vez en la vida que Argentina gana un Mundial y estamos todos aquí»!
En esos días de 1986, cuando Argentina salió campeón con el memorable aporte de Maradona, advirtió: «Pero, ¿no ven que seguimos siendo unos boludos? Nos pasamos años allá viendo el estadio Azteca vacío y ahora que salimos campeones en el Azteca estamos aquí».
En los siguientes mundiales –los de 1990, 1994 y 1998– las juntadas futboleras comenzaron a espaciarse. En cada mundial, y en este que se inicia hoy también, me siguen mortificando las metáforas deportivas aplicadas a la realidad social: la unión de los valores argentinos; la necesidad de actuar en equipo; jugar con humildad, trabajo y sacrificio; que el orgullo de la camiseta albiceleste genere fervor nacional; la ilusión.
Como hincha que soy, ojalá que la Selección nos siga entusiasmando. Si eso ocurre, despertará una alegría única que, como las que es capaz de provocar el fútbol, durará lo que tiene que durar y, más temprano que tarde, todo volverá a la normalidad. Tal vez podamos parafrasear aquella frase del 78, cuando deseábamos el paredón para Videla. Ahora podríamos decir: Argentina campeón , la inflación al paredón.
¿O es mucho pedir? «
* Columna libremente inspirada en el capítulo 7 («Los mundiales») del libro Seamos felices mientras estamos aquí.