Vivimos a merced de los recuerdos. No evocamos a voluntad. Algún olor o un cierto hecho comienza a tirar de la madeja del pasado y, de pronto, surge ante nosotros un retazo de nuestra vida que por años había permanecido, sin que lo supiéramos, cubierto de polvo, en el cuartito del fondo de la memoria, allí donde guardamos las cosas más inútiles previendo posibles utilidades futuras que, por lo general, no llegan nunca.
Proust encontró los veranos de su infancia en Combray escondidos en una taza de té donde había disuelto una magdalena. Es así: cada uno encuentra lo que puede y no lo que quiere. Los seres comunes, que no tenemos el talento literario de Proust, solemos ser guiados a los suburbios del pasado por aromas o hechos menos glamorosos. A mí, por ejemplo, la pandemia que nos recluye y nos obliga a prescindir de los abrazos y otras efusiones nacionales, me lleva a un barrio de Buenos Aires, San Cristóbal, en los ’50. La poliomielitis que asolaba al mundo causando estragos tuvo en la Argentina su pico más alto en 1956. Esto no lo recuerdo, porque la memoria suele traernos sólo escenas casi teatrales del pasado y no precisiones numéricas, pero trato reponer las piezas faltantes del rompecabezas de aquel suceso angustiante, buscando datos en Internet. Sí recuerdo con precisión una escena inmóvil, tan quieta como la escena de la epidemia de la fiebre amarilla, que asoló Buenos Aires en 1871, pintada por Juan Manuel Blanes, en la que se ve un interior con una mujer muerta y su bebé que tironea del vestido buscando su pecho.
El lienzo que está pintado en mi memoria es distinto: me veo a mí misma en la puerta de mi casa, zapatitos Guillermina con soquetes y vestido de viyela con canesú, que no sé si alguna vez tuve o es sólo un espejismo de la memoria que suele engañarnos con datos falsos. Es la hora del atardecer y los hombres del barrio, en cuadrillas organizadas por mi padre, limpian las veredas con acaroina, un desinfectante cuyo olor permaneció para siempre en mi museo olfativo privado. Calzaban botas de goma que recuerdo negras y parecían enormes empuñando escobas y mangueras, pasándose baldes de cal y brochas para pintar los árboles. No sé si aquel ritual diario, que comenzaba puntualmente a la hora en que los hombres volvían del trabajo, tenía alguna efectividad, pero mi padre parecía encontrar en él un antídoto contra la angustia.
La escena que recuerdo era muda. Ni siquiera oigo en ella el chapoteo de la acaroina sobre la vereda. Las palabras abundaban sólo en la historia familiar que escuché una y mil veces, repetida como la escena diaria de la limpieza, a lo largo de mi vida: mi primo mayor había tenido una forma leve de la polio, sobrenombre familiar con que nombrábamos a la enfermedad, como una forma de disminuir su virulencia. Se negaba a caminar y sus padres tuvieron que establecer a través de una consulta médica si era capricho o enfermedad. Por supuesto, no vi la escena del consultorio con la fingida partida de sus padres para ver si los seguía o se caía, pero me la imagino con tanta nitidez como si la hubiera vivido, tantas veces fue contada. Esta escena la imagino en colores. La otra, en cambio, la recuerdo en blanco y negro, con la contundencia y la luz especial de las fotografías del siglo XIX. Es que la angustia muda de mi padre, como todas las angustias, era acromática y proyectaba una sombra oscura.
Por aquel entonces, el hermano médico de mi madre era como Melquíades, el gitano de Cien años de soledad que llevaba a Macondo las novedades del mundo. Pero mi tío no nos traía imanes que eran la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia, ni el catalejo y la lupa gigantes descubiertos por los judíos de Ámsterdam. Tampoco una dentadura postiza ni loros que recitaran romanzas italianas. Él nos traía de EE UU medias y camisas de nylon y, una vez, la maravilla de las maravillas: varias dosis de la vacuna creada por Jonas Salk contra la poliomielitis, que nos salvaban de padecerla si nos atrevíamos a soportar un pinchazo.
Presentada en sociedad en 1955, aún no se utilizaba en la Argentina, pero todos los chicos de la familia fuimos vacunados por mi propio tío, quien sostenía contra viento y marea que el contenido de aquellos frasquitos con tapa de goma y virola plateada era mucho más efectivo que la acaroina de mi padre.
Quizá ese fue el único lujo de nuestra infancia. No sólo ostentábamos prendas de una tela mágica que no se arrugaba con el lavado, aunque nos hacía transpirar a mares, sino que teníamos inmunidad contra el mal de todos los males: la polio. Eso sí, hubo que elegir entre el pinchazo aterrador y la amenaza de los no menos aterradores aparatos ortopédicos, que comenzaban a verse en las piernas de algunos chicos, o de los pulmotores que ayudaban a llevar aire a los pulmones cuando la polio afectaba también los músculos respiratorios. Curiosamente, los tormentos de la enfermedad comenzaban de forma similar a la infección de coronavirus: un aparente resfrío y un poco de fiebre.
Con el ingreso escolar, el vía crucis de la adultez comenzó a estar jalonado de martirios con forma de jeringa que nos infligían desde la escuela pública. Por eso, cuando más tarde, la vacuna de Salk fue reemplazada por la creada por Albert Sabin, los chicos nos liberamos por lo menos de una de las pesadillas que nos quitaban el sueño. La Sabin consistía en unas gotitas que se administraban con un terrón de azúcar. Mi padre, anticlerical y ateo practicante, debió de sentirse muy aliviado de su angustia como para permitir que se nos administrara aquella ostia cuadrada que nos prometía la salvación.
Es curioso que Proust, el gran maestro del recuerdo, que no padeció polio ni conoció el coronavirus, haya sufrido problemas respiratorios durante toda su vida que se manifestaron por primera vez con un ataque de asma a los 9 años. Igualmente curioso resulta que, pese a lo que nos enseñó Freud, no hayamos tomado conciencia suficiente de que cargamos con nuestra infancia durante toda la vida y que nuestro inconsciente sabe más que nosotros mismos.
El 3 de marzo de 1993, mientras me duchaba con la radio prendida, escuché que había muerto Albert Sabin. Inmediatamente pensé: “Todos a Plaza de Mayo”. Me vestí a las apuradas y salí a la calle para dirigirme hacia allí. Para mi sorpresa, nadie lloraba la muerte de Sabin. Mi angustia era el eco lejano de la angustia de mi padre por la polio. ¿Pero por qué pensé en ir a Plaza de Mayo? Hasta hace poco contaba la anécdota como algo inexplicable y risible. Recién entendí su sentido cuando estalló la pandemia que nos tiene recluidos. En el desván de la memoria está todo lo que no vemos desde el living. Plaza de Mayo es para los porteños el epicentro de la vida política. ¿Dónde aplaudiríamos cada noche a los médicos, si el Covid-19 nos dejara salir de casa? ¿Dónde se hace la ronda de las Madres? ¿Dónde reclamamos nuestros derechos? Sabin creó una vacuna salvadora y el macrismo dejó vencer cientos con la indolencia impune que otorga el dinero. La política, como la infancia, está presente siempre y en todas partes. En las gotas de Sabin sobre un terrón de azúcar, en el criminal que viola la cuarentena y se va al country con la mucama escondida en el baúl del auto y en la desesperación solidaria de la acaroina