En mi infancia las galletitas se asomaban por un ojo de buey. Navegaban en precarias embarcaciones de lata. Fue quizá con ellas que empecé aprender a decir adiós. Pero lleva toda una vida aprender a despedirse y no sé si alguna vez se aprenda del todo.

Pero aprendí muchas otras cosas de aquellas viajeras inmóviles que se asomaban por el ojo de buey. Así como muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, yo había de recordar aquella tarde remota en que mi madre, sin saberlo, me llevó a conocer la mezquindad.

Ella señaló a las viajeras que se asomaban por el ojo de buey. Estaban en la ola más alta de la estantería y el almacenero se estiró cuanto pudo para alcanzar la precaria embarcación de lata. Colocó un papel blanco y áspero sobre el plato de la balanza y allí, valiéndose de una pinza, tomó un puñado de viajeras y las puso sobre aquel papel blanco que era un mar de calma.  Tardó varios segundos a la espera de que la aguja de la balanza dejara de temblar. Creo que temblaba de miedo ante esa mirada escondida bajo un alero de cejas hirsutas en el que todo era sombra. Cuando la aguja dejó de temblar, miró fijamente el peso que marcaba la balanza como si en la precisión le fuera de la vida y con la misma pinza con que había sacado a las viajeras tomó a una de ellas y la devolvió a la embarcación.

Nunca fue necesario que me explicaran qué quería decir mezquino. Lo aprendí perdiendo varios gramos de inocencia infantil en aquel almacén de barrio. No sé cuántos gramos de inocencia serían pero sí los suficientes como para que recordara esa escena durante toda la vida. Si las galletitas se asomaban desde hacía tiempo por el ojo de buey, yo me asomaba por primera vez a la miseria del  egoísmo humano. Si José Arcadio Buendía no creía en la honestidad de los gitanos, aquella tarde yo dejé de creer para siempre en la honestidad de los que manejan la balanza y actúan en nombre de la exactitud.

Hoy pienso que si la Justicia  maneja la balanza de la misma manera que el almacenero de mi barrio de infancia, estamos perdidos. ¿Quién vigila a los que vigilan la aguja de la balanza? ¿La aguja marca lo mismo para los que están de un lado del mostrador que para los que están del otro?

Creo que comencé a hacerme esas preguntas  aquella tarde remota. Por algo aún recuerdo cuando en los grados superiores me enseñaron el error de paralaje que es aquél que se produce cuando el que mira la balanza no está en la posición correcta para observarla (al menos eso dice en Google donde consulté porque recordaba el error de paralaje pero no sus causas). ¡Ay, error de paralaje, cuántos pecados se cometen en tu nombre!

Sin embargo, pese a la mezquindad del almacenero, me gustaba ir con mi madre al almacén para ver a las dulces viajeras que se asomaban por el ojo de buey, la ñata contra el vidrio como esas cosas que nunca se alcanzan. Quién sabe qué costas querrían alcanzar aquellas caritas azucaradas, esas pobres inocentes que a través del ojo de buey me lanzaban sonrisas tan amplias que se les veían las encías enfrutilladas, aquellas campesinas que tenían la piel marrón, seca y castigada de vaya a saber por el calor de qué soles.

Por entonces, yo nunca había viajado y el único relato de viaje que conocía,  además del de las galletitas, era el del viaje en barco de mis abuelos italianos hacia estas latitudes. Mi abuela se asomaría por el ojo de buey para ver la inmensidad del océano que la separaba de su casa, de su infancia pueblerina, de los olivos, de las castañas asadas  y las montañas. No hay  ventana más melancólica que un ojo de buey porque mientras uno mira por ella se dilata la distancia, la costa familiar desaparece y al desembarcar uno no sabe quién es porque los desconocidos de esa orilla tampoco saben quiénes somos.

Sin embargo, parecían tan contentas aquellas viajeras del almacén que miraban por el ojo de buey. Quién sabe de dónde venían y qué destino soñaban, qué merienda escolar pensaban alegrar y qué sabor amargo llenar de dulzura. Recuerdo que en mi casa, después de la merienda, en el plato donde habían estado las viajeras sólo quedaban miguitas.

De alguna manera aquellas viajeras del almacén fueron maestras de vida. No sólo me permitieron conocer la mezquindad sin necesidad de explicármela sobre un pizarrón. Además, me hicieron pensar que los recuerdos son las miguitas que dejan los hechos después de merendarnos la vida de cada día y que, tarde o temprano, si tenemos suerte, nuestro destino será convertirnos en miguitas en la vida de los otros.

Yo seré algún día sólo un puñado de miguitas en la vida de mi hija. Me gustaría que fueran dulces como las galletitas de mi infancia, pero uno se va sin saber quién fue, qué escenas dejó grabadas para siempre en la memoria  de los seres más próximos. Además,  el exceso de azúcar tiene mala prensa y hasta las miguitas del recuerdo vendrán en el futuro con etiquetado frontal para prevenir a los consumidores de los peligros de una memoria potencialmente diabética. 

Supongo que Caronte ya debe de haber cambiado su bote de remo por un barquito más sólido. Aunque las condiciones económicas de Grecia no sean muy buenas, seguro que hay un cyber monday para comprar embarcaciones mitológicas a buen precio. Sólo pido que tenga un ojo de buey. Siempre me gustaron las ventanas melancólicas. Además, quiero mirar el paisaje y ver si pasan aquellas galletitas convertidas en cardumen de colores, para sentirme acompañada. La eternidad es demasiado larga  y en ese tiempo sin orillas sé que no soportaría siquiera cien años de soledad. «