La imagen de Galileo diciendo que la Tierra gira alrededor del Sol, o la de Einstein dando por tierra con siglos de física newtoniana, posiblemente coincide con cierta idea de sentido común en la que una persona de ciencia es alguien que se dedica a hacer grandes descubrimientos revolucionarios, o que al menos lo intenta. Pero un filósofo de la ciencia, Thomas Kuhn, nos presenta una imagen muy distinta: lo que la persona de ciencia hace en realidad, mucho más a menudo (cuando hace “ciencia normal”, no “ciencia revolucionaria”), es un trabajo minucioso y rutinario: trata de no contradecir el conocimiento consolidado en su disciplina; busca resultados dentro de un rango de opciones acotado, y si lo que encuentra se escapa de ese rango, no lo atribuye a su propia genialidad sino a algún problema con los datos. ¿Suena aburrido y dogmático? Depende.
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Hace aproximadamente 50 mil años, un asteroide impactó en la Tierra, dejó un profundo cráter y se fragmentó en una multitud de pedazos. Esos meteoritos metálicos se conocen como Cañón del Diablo.
En 1946, el químico Clair Patterson se mudó a Chicago, Estados Unidos, para hacer su doctorado sobre un tema apasionante: la edad de la Tierra.
Estos dos eventos cambiarían la vida de todos nosotros.
Calcular la edad de la Tierra no era sencillo: debía estimarse la edad de una roca original del planeta, pero ¿cómo encontrar una? Patterson pensó que si los meteoritos se habían formado junto con los planetas del Sistema Solar, bastaría con conocer la edad de uno para tener una aproximación. Parecía factible. Harrison Brown, su director de tesis, ya venía trabajando con zircones, los minerales más antiguos conocidos y extremadamente útiles para la datación porque, al formarse, poseen pequeñas imperfecciones en las que puede “incrustarse” uranio (U). Los isótopos más abundantes del uranio, el U-238 y el U-235, se desintegran convirtiéndose en otros elementos. En particular, el U-238 se transforma en 18 núclidos distintos hasta llegar al plomo (Pb) estable.
El proceso tarda millones de años, pero siempre ocurre a un ritmo constante. Como puede ser conocido con precisión, entonces es posible usarlo a modo de “reloj”. Brown había desarrollado una ecuación para estimar edades a partir del contenido de uranio y plomo: bastaba con medir estas cantidades en el mineral para calcular cuánto tiempo había pasado desde su formación, proceso conocido como datación U-Pb.
Cuando Patterson comenzó a analizar rocas con una edad conocida, para testear que la técnica y la ecuación funcionaran, encontró que los valores de plomo le daban por las nubes. ¿Podría estar contaminada la muestra? Patterson intentó eliminar esta contaminación, pero el plomo aparecía una y otra vez: en el material de laboratorio, en el agua, en la pintura de las paredes, en su piel, su ropa, su cabello. Limpió como nunca había limpiado, destiló los reactivos, cubrió el laboratorio, y hasta su cuerpo, con papel film. Recién en 1951 logró preparar una muestra totalmente libre de contaminación y confirmó la edad de un trozo de granito de mil millones de años. Con eso se doctoró.
Al año siguiente se mudó a California para ocuparse de lo realmente importante: la edad del planeta. Patterson construyó el laboratorio más limpio del mundo, Brown le consiguió un meteorito Cañón del Diablo y cuando la muestra estuvo lista, llegó la respuesta: la Tierra tenía 4500 millones de años.
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Clair Patterson era, en este sentido, el modelo de practicante de la “ciencia normal”: los resultados inesperados no le parecieron una ocasión de mostrar que toda la geología o la teoría química del decaimiento radiactivo que lo precedieron estaban equivocadas. No. Recurrió a una explicación mucho más trivial: que sus muestras estaban contaminadas. Y al conjeturarlo, tuvo que elaborar formas inéditas de medición para obtener resultados precisos. Suena a algo en apariencia menos excitante que la imagen del científico con grandes ideas osadas aunque es, diría Kuhn, la clase de disposición que hace que la ciencia pueda elaborar una imagen tan detallada acerca del mundo.
Pero la historia tiene una vuelta de tuerca. La obsesión de Patterson por hacer buena ciencia, con la precisión y el detalle, lo llevó más allá, hacia una batalla medioambiental que cambió radicalmente nuestras condiciones de vida. Y todo esto a partir de una pregunta aparentemente teórica: “¿Cómo se formó la corteza terrestre?”
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Para responder esa pregunta, decidió estudiar el océano. Sabía que podía calcular cómo había cambiado el nivel de plomo oceánico con el tiempo, analizando el agua y los sedimentos. Se embarcó en la tarea, tomó muestras, las analizó en su laboratorio ultralimpio y entonces sucedió: el agua superficial contenía niveles extremadamente altos de plomo. Aproximadamente 20 veces más de lo esperado. Eso no podía estar bien.
Buscando una explicación en la literatura, Patterson se cruzó con datos sobre la gasolina con plomo. Los números tenían sentido. Los valores oceánicos se podían explicar por el uso de este combustible.
A lo largo de los siguientes años, y luchando contra las compañías petroleras –de las que había dependido la financiación de su propia investigación–, Patterson escaló montañas, recorrió selvas, visitó islas, viajó al Ártico y se descolgó en helicóptero en la boca de un volcán para medir la concentración de plomo. Concluyó que el cuerpo humano probablemente contenía 100 veces más plomo que el natural.
Los reclamos de Patterson para interrumpir el uso de la nafta con plomo fueron ignorados por años hasta que su investigación empezó a ser citada por ambientalistas y científicos que presionaron con éxito para la promulgación de la Ley de Aire Limpio de 1970.
Los médicos de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA) investigaron los efectos del plomo en los niños con resultados devastadores: lo absorbían hasta cinco veces más que los adultos, y eran más propensos a sufrir problemas neurológicos por la exposición al plomo en el aire.
La EPA propuso regulaciones para reducir el plomo en la gasolina hasta llegar en 1977 a un 60-65 por ciento. Para Patterson no era suficiente. Él quería que se eliminara por completo. Sabía que la única manera de conseguirlo era contar con más evidencia. Así fue que, junto a su equipo, siguió tomando muestras. Las nuevas investigaciones arrojaron datos aún más terribles: los seres humanos teníamos no 100 sino 400 veces más cantidad de plomo en el organismo que los niveles naturales.
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Patterson no creía en el estereotipo del “héroe” científico individual; veía al sujeto de la investigación como un “nosotros”, no como un “yo”. Y al margen de esto, su trabajo no fue el de un héroe en el sentido de alguien que se propone renovar radicalmente un área del conocimiento. Sí fue, sin embargo, un “héroe” de la “ciencia normal”, en sentido kuhniano, porque el intento de hacer encajar la teoría establecida con los datos disponibles lo llevó a esfuerzos sin precedentes. Y también lo fue, en un sentido muy distinto, en la medida en que no dudó en adoptar los compromisos sociales a los que fue llevado gracias a los hallazgos de su investigación.
Para 1986, y luego de una muy larga batalla judicial, la EPA prácticamente prohibió el agregado de plomo en la gasolina. En 1990, la nueva Ley de Aire Limpio mandó a retirar toda la nafta con plomo restante de las estaciones de servicio antes del 31 de diciembre de 1995.
Patterson no llegó a verlo. Murió el 5 de diciembre. Tres semanas antes.