Cuando vieron por primera vez aquel baldío en el suburbio del suburbio de Wilde, allá lejos en 2005, los trabajadores y las trabajadoras de la cooperativa Nueva Generación tuvieron un sueño. “Tener un espacio propio para laburar. Esto era puro yuyo, abandono, había un solo galponcito con un techo todo desmantelado. Ese fue nuestro primer taller de costura. Éramos 20 y teníamos cinco máquinas. Arrancamos de cero, aprendiendo el oficio porque no sabíamos ni poner una aguja, y acá estamos, con viento en contra por el desalojo, pero seguimos de pie y peleando”, dice Alicia Gutiérrez, miembro fundadora y actual presidenta de la cooperativa textil nacida y criada en el arrabal obrero de Avellaneda.
En el patio de la coope donde brilla el último sol de abril, Alicia habla con la sabiduría de quien ha peleado mil batallas en el campo popular. Milita en organizaciones sociales desde el ’88, cuando junto a sus vecinos recuperaron en una toma las tierras del barrio Unidad y Lucha. Y después de que el neoliberalismo estallara por los aires en diciembre de 2001, puso el cuerpo y el alma en la Interbarrial de Avellaneda y en la recuperación de la fábrica Sasetru.
En 2003, Alicia y otros cinco compañeros fundaron la Nueva Generación en un cuartito del polideportivo de Unidad y Lucha, “pero necesitábamos más espacio y entonces surgió la posibilidad de comprar acá”, recuerda. Los 25 mil pesos para pagar el lote de Coronel Méndez 671 los juntaron monedita por monedita en campeonatos de fútbol y truco, en festivales solidarios y en suculentos locrazos.
La punta del ovillo de esta historia autogestiva, hace memoria Alicia, fue dura: “Durísima. Hacíamos fogatitas de leña en tachos para aguantarnos el frío”. El bautismo de hilos fueron 50 guardapolvos agarrados casi con alfileres que les compró la Provincia de Buenos Aires. Con el tiempo y los sabios consejos de muchos trabajadores del gremio, se convirtieron en maestros de la costura.
Desde entonces, no dieron puntada sin hilo. Hacen corte y confección, estampado, sublimado. Además, dan cursos de capacitación textil y en formación de cooperativas y mutuales. Cuentan con su propio local a la calle, un comedor comunitario y un jardín maternal de puertas abiertas al barrio. El esfuerzo colectivo alimenta a 84 laburantes. “No fue nada fácil. Nos inventamos nuestro trabajo, nuestro futuro. Y damos una mano a gente mayor que anda desocupada y a muchos pibes que por la crisis están sin ingresos”.
En 2011, cuando la cooperativa ya estaba funcionando a todo trapo, apareció un gris abogado en la puerta: “Nos dijo que habían comprado el espacio. Nosotros teníamos el boleto de compraventa, las facturas de Arba, pero por falta de plata nunca habíamos hecho la escritura. Nos dijeron que teníamos que irnos”, resume el drama Alicia.
Fue el comienzo de una larga deriva por laberintos judiciales, falsas promesas del arco político y una expropiación que quedó a mitad de camino en los años miserables del macrismo: “Estamos con el desalojo en puerta y no hay voluntad de renegociar. Vamos a ir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, porque los negocios inmobiliarios no pueden primar sobre los puestos de trabajo. Pero todo lleva tiempo, y estamos con la soga al cuello.” Sobre una sinfonía afinadísima de rectas y overlocks, Alicia alza la voz y se pregunta: «¿Quién es el dueño? ¿El que con plata se lleva a todos puestos? ¿O los que construimos un espacio social, que damos contención humana y económica desde hace 16 años? Pero no estamos solos en esta lucha: estamos los laburantes, los vecinos, los movimientos sociales, los compañeros de otras recuperadas. Vamos a pelearla.»
Familia costurera
Hilario tiene 63 años y las manos muy curtidas. El oficio de la costura, dice, lo aprendió de grande. A los pinchazos. Está en el proyecto autogestivo desde que se plantó la semilla. El año pasado lo tuvo bajoneado el aislamiento, no poder venir al taller, compartir la jornada con los compañeros, y ahora el anuncio del desalojo: “Es que es nuestra casa, la construimos nosotros. Y luchamos tanto tiempo. Siento que el laburante de cooperativas es como de segunda para los poderosos. Como no formamos parte del sistema, nos quieren sacar lo poco que tenemos.”
La banda de sonido que flota en el galpón mezcla cumbias de Los Palmeras con el sonido intermitente de las agujitas que suben y bajan sobre la tela. Fernanda Ledesma, concentradísima, arma los bolsillos delanteros para los pantalones. Es mamá soltera y hace cinco años que trabaja en el taller de la Nueva Generación. “Le agarré la mano al toque, y ahora es como que la costura me saca del mundo”, sonríe detrás de su barbijo de Independiente Rey de Copas. “Acá somos una familia, y que vengan de golpe y porrazo a romperla, con todo el esfuerzo que le ponemos, nos tira abajo”. ¿Lo comprenderá el juez?, se pregunta Fer.
A Nahuel y Katy los une un hilito que conecta el trabajo y también su historia de amor. Comparten casa y jornada laboral en la cooperativa. “Tenemos miedo de perder el laburo, pero no vamos a rendirnos”, dice él desde la mesa de corte, mientras ella le da duro y parejo a los pantalones en una Jack. “La coope significa laburar a full, pero tranquilo, porque acá todos te dan una mano. Y no está el ojo del patrón pisándote los talones y la cabeza”.
Fideos, cebollita, morrón y carne. Sale el guiso puntual al mediodía. Lo preparó Marta Franco, asegura, “con mucho amor”. Es para los trabajadores, pero también se suman bocas del barrio. La crisis del Covid pega fuerte en el sur del Conurbano: “No somos sólo una cooperativa textil –dice la cocinera–. Desde que llegó la pandemia, alimentamos al que no tiene para llenar la olla. Abrazamos a los vecinos y ellos nos apoyan.”
Si avanza el desalojo, más de 60 pibes se quedarán sin jardín maternal. El espacio para la infancia se llama Siete Pétalos, en homenaje a la antropóloga francesa Noemí Paymal, hoy residente en Bolivia y creadora del programa Pedagogía 3000, que busca nuevas formas de enseñanza y de erradicación de la pobreza: “La cooperativa trajo este enfoque al barrio, para los hijos e hijas de los trabajadores”, cuenta Lorena Enríquez, estimuladora temprana del jardín. Aunque le dicen “seño”, los pibes la ven más bien como una tía: “Es que somos una gran familia. ¿Sabés qué lindo es ver cómo las mamás frenan el trabajo y comparten un almuerzo con sus hijos? Eso no tiene precio.” En el colorido salón, la clase se ordena según las burbujas que impuso la pandemia. Lorena piensa el futuro en voz alta: “Hay muchos mundos acá adentro. La cooperativa está viva. Yo me siento reflejada en cada compañero que busca progresar, que sabe que es posible cambiar la realidad, que hay que romper esa visión de que los de abajo no podemos. El sueño era construir un mundo de contención para los laburantes y para el barrio. Y lo hicimos.”
¿Qué pensarán de esta historia los jueces, los políticos, los cínicos poderosos que buscan transformar este sueño colectivo hecho realidad en oscura pesadilla a secas? Quizá no lo sepan. Pero es imposible desalojar un sueño.