No hace falta tener oído absoluto. Mucho menos acreditar pergaminos de conservatorio. Sólo con afinar un poquito la escucha, y a veces gambetear el redoble de tambores que viene de Plaza de Mayo, cualquier caminante de la calle Defensa puede salir de la vorágine diaria que supura el centro porteño, tomarse cinco minutos, reposar el esqueleto cansado sobre la fachada del Museo de la Ciudad y al fin dejarse llevar por la dulce melodía de «El humahuaqueño», que baja desde la planta alta.
El ensayo de la Orquesta Escuela Juvenil de San Telmo arranca con el clásico de clásicos de la Quebrada. En el salón no hay erkes ni charangos, pero sí un par de bombos. Y muchos chicos, concentrados frente a las partituras. Suenan parejos los violines, las violas, los chelos. Dialogan con las flautas traversas, las tubas y los saxofones. Desde el fondo del recinto, aportan lo suyo los gordos contrabajos. Suenan el acordeón, los bandoneones, las afiladas guitarras. No menos importante, el golpe preciso de los platillos pone punto final al carnavalito.
«Pura ejercitación y mucho trabajo en equipo, esa es la clave. Acá no gana el solista sino el grupo. Hay que ayudar al compañero, ser paciente, escuchar, aprender a respetar los silencios Son enseñanzas que sirven para la música, pero sobre todo para la vida», asegura Clara Ackermann, miembro fundadora y directora estable de la orquesta que integran pibas y pibes de San Telmo, Monserrat y barrios fronterizos.
En un alto en el ensayo, sin abandonar su fiel batuta, Ackermann repasa la corta pero intensa vida del proyecto. Los primeros acordes de esta historia sonaron en 2013. Un par de docentes, 15 chicos y algunos estoicos padres fundaron la orquesta en el corazón del barrio. No tenían fondos, sólo unos pocos instrumentos prestados, y las ganas infinitas de hacer música.
Arrancaron en un bodegón frente a la Plaza Dorrego. «Era raro, porque terminábamos de tocar y había gente cenando recuerda la directora. Con los meses, nos quedó chico, porque se fue armando el boca en boca entre los vecinos». Entonces salieron a buscar casa nueva. Primero ensayaron bajo la Autopista 25 de Mayo, en el club Martina Céspedes, pero los bocinazos y el estruendo de los motores en la hora pico no cooperaban para obtener un sonido demasiado limpio. Luego se mudaron a la Fundación Mercedes Sosa, sobre la calle Humberto Primo. Allí echaron raíces por más de un año y cosecharon decenas de nuevos integrantes. «Es un gran semillero de músicos. Pero más allá de la iniciación musical, el proyecto tiene una función social. La sensibilidad, las emociones y el compromiso van de la mano».
Hoy tienen su sede en el Museo de la Ciudad, suman casi 200 músicos de entre 4 y 18 años, y un cuerpo docente con una docena de profesionales. «Construimos un espacio independiente, autogestionado, que no depende del gobierno de turno», explica Ackermann. Para sostener el trabajo de los formadores, la compra de instrumentos, la organización de recitales y viajes, y las meriendas para los chicos, reciben aportes de diversas fundaciones y de donantes particulares. También forman parte del ajustado Programa Social de Orquestas y Ensambles Infantiles y Juveniles de la Nación (ver recuadro). Pero el soporte fundamental lo gestiona la cooperadora. «La orquesta es una constante búsqueda: desde lo musical pero también desde la forma de conseguir recursos. Todas las semanas llegan chicos; hoy, por ejemplo, se sumaron cinco más. Necesitamos más instrumentos, porque todos tienen el derecho de aprender. En poco tiempo, creo que hemos cosechado muchos logros, pero no podemos dormirnos en los laureles».
A toda orquesta
Joaquín Chibán es un versado violinista que acompaña a la orquesta desde su gestación. Acaba de terminar la primera clase con un grupo de sonrientes pichones de Paganini: «Los chicos escuchan el sonido del violín y flashean. Ese sonido dulce, expresivo, fuerte y suave a la vez, los atrapa. Lo importante es abrir el oído, aprender a escuchar. Es como un encantamiento». Él mismo quedó prendido desde chiquito y para siempre de las melodías que crea el arco sobre esas cuatro cuerdas. Por un instante cierra los ojos y recuerda cómo se colaba en la pieza de su tío Jorge, un curtido violinista de tango. Lo admiraba en silencio mientras practicaba algún clásico de la guardia vieja. Fue amor a primera vista. Antes de seguir con sus labores pedagógicas, Chibán reflexiona: «Aprender música es un trabajo lento, muy distinto a la realidad que se vive hoy, donde apretás el botón de una máquina y tenés miles de respuestas en forma inmediata. A los chicos trato de transmitirles la paciencia, porque necesariamente para aprender a ejecutar un instrumento hay que dedicarle horas, trabajar mucho y esforzarse. La vida también es así».
Estela Paredes es una de las madres que acompaña a sol y sombra a la orquesta. Los miércoles y sábados, durante las largas horas de ensayo, ceba mates milagrosos, prepara las meriendas de alfajores y mate cocido y coordina las labores de la cooperadora. Mientras su hijo Facundo le da duro y parejo a la viola en el salón principal, ella recuerda orgullosa cómo juntó pesito a pesito para comprar el primer instrumento de su crío. «Era uno medio trucho, pero con ese violín Facundo aprendió a tocar las obras de Vivaldi. Las que le hacía escuchar cuando estaba en mi panza».
Oscar es otro de los papás que pone el hombro: se encarga de la difusión del proyecto en las redes sociales. Es venezolano y llegó con su familia desde Caracas, escapando de las penurias económicas que atraviesa su país. En San Telmo se gana la vida en un supermercado y vendiendo suculentas cachapas, un plato primo hermano de las arepas. Sus hijos Luis y Vicente son duchos en el manejo de la viola y el violonchelo. En su tierra natal dieron los primeros pasos musicales en el ejemplar Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela: «Allá es una política de Estado explica, que les sacó ese privilegio a las grandes élites. Sea en un barrio pobre o alejado, usted va a encontrar una orquesta. De alguna manera, creo que este proyecto sigue ese camino. Entender que la música es una alternativa para los chicos, que abre mundos nuevos. Pero además, esta orquesta es como una gran familia».
En la sala de ensayo suena la melodía gitana de «Minor Swing». Chiara sigue atenta las instrucciones de la directora y en el momento justo ejecuta con parsimonia en su chelo la pieza del eterno Django Reinhardt. Cuenta que en la orquesta aprendió mil secretos de su instrumento, pero sobre todo, dice, entendió el valor de la amistad. Del variopinto repertorio que practica codo a codo con sus amigos no elige algún clásico del rock nacional, ni del folklore latinoamericano o la cumbia. Se queda con «Libertango», de Piazzolla: «Es un ritmo complicado, pero me gustan los desafíos. Cuando lo tocamos siento que floto y algo me late en el pecho. Para mí eso es la música. Algo que no se puede explicar con palabras». «
Bicentenario vaciado
Mientras avanzan iniciativas como la de la orquesta de San Telmo, el abordaje oficial de la música como herramienta inclusiva pasa por una grave crisis. A fines de abril de 2016, Claudio Espector, coordinador de Orquestas y Coros Infantiles y Juveniles para el Bicentenario, fue desvinculado del programa creado en 2008 por decisión de las autoridades del Ministerio de Educación de la Nación que entonces conducía Esteban Bullrich. Su salida y la de su equipo fue un gran golpe para el programa que acercaba educación musical gratuita a 20 mil chicos de barrios vulnerables de todo el país, agrupados en 161 coros y 140 orquestas, y que fue descentralizado, transferido a las provincias. Desde entonces se suspendieron actividades, giras y presentaciones, se recortaron los contratos del cuerpo docente y se redujo la cantidad de instrumentos puestos a disposición de los chicos.