Condeno, pero.
O, mejor, no condeno nada y aprovecho para sacar rédito político.
Bajo estas premisas, estamos presenciando cada vez más reacciones perversas por parte de personajes públicos. Lo vimos esta semana, con los posicionamientos sobre la peligrosa violencia política que padeció Brasil y que volvió a encender las alarmas en América Latina.
En lugar de cerrar filas en defensa de la democracia, gran parte de la oposición argentina se enfrascó en un contorsionismo declarativo y, además, construyó multiversos paralelos plagados de contradicciones.
De los dirigentes de Juntos por el Cambio, sólo Horacio Rodríguez Larreta evitó los «peros».
Por el contrario, Patricia Bullrich y María Eugenia Vidal estaban tan preocupadas por criticar a Alberto Fernández y denunciar que, según ellas, el presidente no tiene autoridad moral para juzgar lo que pasa en otros países, que se olvidaron de condenar a los bolsonaristas que invadieron las sedes de los tres poderes con la ilusión de terminar con el recién comenzado tercer gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva.
Más claro y categórico, el expresidente Mauricio Macri fijó los ejes del discurso por derecha que se basaron, por una parte, en comparar el intento de insurrección en Brasil con el juicio político que Fernández promueve contra la Corte Suprema; y, de manera todavía más inaudita, con la masiva protesta que hubo en diciembre de 2017 frente al Congreso para rechazar su proyecto de reforma de pensiones.
En la construcción de su relato, los opositores argentinos olvidan que el juicio político es una alternativa constitucional.
Tanto, que en el Congreso Nacional hay múltiples solicitudes de este tipo contra el propio presidente y la vicepresidenta. El camino, en todo caso, es el Congreso. Y, se esté de acuerdo o no, es el que está siguiendo el oficialismo.
Más problemática aún es la narrativa sobre el 18 de diciembre de 2017, una de las jornadas de mayor tensión política de los últimos años en Argentina.
En su mundo alternativo, en el que predomina la autovictimización, Macri y sus adláteres se convencieron a sí mismos de que la manifestación fue un «asalto» al Poder Legislativo similar al de los bolsonaristas. Además de confundir protesta social con golpe de Estado, gracias a su memoria selectiva olvidan que ese día, tal y como lo hicieron durante sus cuatro años de gobierno, las fuerzas de Seguridad, que estaban bajo su mando, reprimieron salvajemente y a mansalva. Ahí están las imágenes de los abusos, de la violencia institucional de la que nunca rindió cuentas, y que incluyó a personas mayores, a mujeres, a periodistas, incluso a personas que ni siquiera participaban de la protesta. Esas sí que fueron víctimas.
En esta semana aciaga, la prensa macrista, como siempre, se sumó al juego opositor e hizo malabares para comparar a Cristina Fernández de Kirchner con Donald Trump y con Jair Bolsonaro, a pesar de que los dos expresidentes antidemocráticos que se resistieron a reconocer la derrota electoral y que incentivaron «ataques a las instituciones» (como les gusta decir a los opositores) en realidad tienen una relación personal o política más cercana con Macri.
Pero como ahora son «los malos» del continente, pues hay que meter a la vice en esa foto. A la fuerza.
Desviar la atención de la violencia bolsonarista en Brasil fue una estrategia global de la derecha y la ultraderecha. En lugar de denostar un grave hecho puntual y asumir responsabilidades ideológicas, optaron por señalar a los oponentes, por acusar al progresismo de «doble discurso». En su engrudo declarativo plagado de «peros», los más radicales metieron en la misma bolsa la detención del gobernador ultraderechista Luis Fernando Camacho en Bolivia o las protestas sociales de 2019 en Chile y de 2021 en Colombia.
Creen que todo vale para crear confusión.
Pero no.
Las miserias políticas no deberían imponerse en el debate público en momentos en los que, lo de que verdad está en peligro, es la democracia.
Sí, ya sé. Es mucho pedir.