Si lo viera mi viejo… –me dice María Rosa Lojo en un amistoso mensaje de WhatsApp–. Este 2019 terminó para mí con un hermoso regalo de Navidad. Me nombraron miembro de honor de la Real Academia Gallega».
El Atlántico.net es uno de los tantos periódicos de España que reproduce la noticia de modo más formal: «El pleno de la Real Academia Galega (RAG) ha nombrado este sábado a la escritora argentina María Rosa Lojo, hija de padre gallego y madre castellana, como miembro de honor de la institución. Según informa la academia, «es autora de una amplia producción como experta en literatura» y de «una destacada obra creativa» que la ha convertido «en una de las escritoras argentinas más internacionales». De hecho, en estos dos ámbitos su voz está «profundamente vinculada a Galicia». Y es que «la emigración y el exilio son dos elementos constantes en sus textos autobiográficos y de ficción».
Esta argentina hija de inmigrantes se dedicó y sigue dedicando su vida con igual talento a la investigación académica y a la ficción. Fue investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y como tal fue enviada de manera explícita a lavar los platos y de forma menos explícita pero igualmente brutal, a vivir, tanto en el Conicet como en la universidad, con el sueldo módico con que el Estado argentino suele remunerar a los más talentosos y sacrificados.
Sus padres llegaron a la Argentina por separado huyendo de las miserias de la posguerra. Pensaron, como tantos inmigrantes, que su estadía en estas latitudes sería transitoria, pero nunca volvieron a su tierra. Esa nostalgia del país perdido fue gran parte de la herencia que le dejaron a su hija. Esa melancolía que solemos enumerar como una característica nacional nace probablemente de una tierra lejana que nos llama aunque no hayamos vivido en ella.
En diciembre de 2018, Lojo le decía a Tiempo Argentino en una entrevista realizada por la aparición de su libro Sólo nos queda saltar: «Crecí con la sensación de que mi familia estaba de paso en este país, que mi patria de nacimiento era transitoria, pero que la verdadera patria –etimológicamente patria es la tierra de los padres– era el lugar de donde venían ellos. Construirme una identidad argentina fue todo un trabajo personal. Durante bastante tiempo también viví con la idea de la transitoriedad de mi permanencia, de que algún día todos íbamos a volver. La realidad es que ellos nunca volvieron. Se enfermó Francisco Franco y luego se enfermó mi papá. Él pensaba regresar cuando Franco ya no estuviera en el poder, pero la vida le impidió concretar lo que había soñado con mi madre. Por mi lado, terminé la carrera de Letras, conocí a quien es hoy mi marido, me enamoré y me di cuenta de que yo tenía un arraigo en Argentina, que en definitiva yo había nacido acá. Pero siempre quedó una ambigüedad que, por un lado, era muy conflictiva y, por otro, muy rica. Mi mandato era volver al país donde no había nacido, regresar al país en el que nunca había estado».
En la familia, su padre gallego era el contador de historias, un talento que ella heredó del mismo modo que heredó la nostalgia. «Creo que con la literatura –dijo en una entrevista– lo que hacemos es buscarle un sentido a la existencia humana». Por eso, también la literatura es una patria mestiza que nos recibe con los brazos abiertos en nuestros múltiples exilios y naufragios cotidianos. Es la tierra donde afloran las palabras viejas que aprendimos en la infancia, las historias donde se pueden hacer preguntas que no tienen respuesta, el lugar de los misterios no develados.
La señora de ojos vendados que está en los Tribunales desoyó el pedido de María Elena Walsh y no se quitó la venda ni lloró. Basta con mirar el noticiero para saber que la justicia humana suele, con excesiva frecuencia, no ser justa.
Por suerte, existe la justicia poética, aunque se la defina como un mero tópico literario. Es ella la que permite evitar los desajustes temporales entre la muerte de los dictadores y el deseo de regreso de los exiliados, la que hace posible viajar al origen a través de la lengua paterna, la que intenta curar la nostalgia con un conjuro de palabras.
Que María Rosa Lojo sea nombrada miembro de honor de la Real Academia Gallega es un acto de justicia poética. Dará su discurso de ingreso a la institución en la lengua de su padre –dice con una alegría casi infantil que tiene que prepararlo en «galego»– y en la tierra de su padre. Habiendo nacido en la Argentina y siendo una escritora argentina será la artífice de un regreso que parecía imposible. Quizá su viejo nunca imaginó que lo llevaría de nuevo a Galicia navegando en las palabras. «