«No, señor, al vestuario no se puede entrar. Esa es una regla que aprendí de Karadagian. Se pierde la magia», dispara, con cara de pocos amigos, el fornido Sergio «Rocky» Rolando. El pope de la Federación Argentina de Catch (FAC) cuida hasta el último de los detalles antes de que comience la primera pelea de la tarde en el Club Checandone, de Villa Domínico: desde el volumen de los parlantes hasta la elasticidad de las cuerdas que marcan las fronteras del ring. En las gradas, improvisadas en la canchita de futbol 5, una jauría de pibes pelean por un lugar junto al cuadrilátero. “Vine con mis nietos. Me gusta el catch desde la época de Titanes en el Ring, en los ’60 mi viejo tenía la única tele blanco y negro del barrio, y se juntaban todos los vecinos en casa a ver las peleas. Estaban la Momia, Comanche y el ‘Ancho’ Rubén Peucelle, que tenía un lomazo bárbaro», confiesa Mirtha, emperifollada de gala para el evento. No muy lejos, Rocky Rolando se baña en Off para combatir la marabunta de mosquitos que invade el sur de Avellaneda. Ya suena un inoxidable clásico del film de su tocayo Balboa. Rolando se calza una campera adornada con tiras de cuero y un gorro oscuro haciendo juego. Sube, toma el micrófono, traga saliva y agita a la masa: «¿¡Quieren ver lucha!?» Le responde el grito ensordecedor de los chicos de Domínico. El gladiador eleva los brazos al cielo y dice: «¡Bienvenidos a la magia del catch!»

Mitologías

En los años ’50, el semiólogo Roland Barthes decía que la virtud del catch radicaba en ser un espectáculo excesivo, que abrigaba un énfasis semejante al de los teatros antiguos. Ese universo que llegó hace décadas a estos pagos con el nombre de catch as catch can enfrenta en combates desiguales al deporte y el show business; la batalla primal del bien contra el mal y el glamour mediatizado; la transpiración del gimnasio y la sutil interpretación actoral; los millones que mueven las troupes del norte del continente frente al ring destartalado de un club barrial del Conurbano; el recuerdo nostálgico de los héroes de la infancia y el presente inverosímil de banales culturistas que parecen sacados de un videogame. «El catch en la Argentina revive por temporadas. Fíjese que 100% Lucha fue un éxito tremendo hace unos cinco o seis años y ahora ni figura. Este rubro tiene esas cosas raras, no es constante. Eso sí, tiene mucha historia», asegura Rocky, mientras la Tortuga Ninja y el Payaso Torombolo hacen su ingreso estelar. La primera justa es en versión australiana: cuatro hombres, dos contra dos. Sus retadores llegan del Lejano Oriente: el calvo Faraón Malif Anum y el Sheik del Sahara. Árbitro del encuentro: la desopilante «Momia Jiménez», que ingresa a la arena bailando cuarteto y bebiendo vino de cartón. 

Rocky Rolando lleva más de 30 años dando cátedra en la sede de la FAC, frente al Parque Chacabuco. Es un hombre con mil y una batallas. Arrancó en el mítico Titanes, donde le puso el cuerpo a Mister Moto, el «Centauro Moderno». «Era muy pibe, había que bancarse los golpes de los veteranos. El que más aguantaba, se ganaba un lugar», infla el pecho. Sobre el ring, el Faraón madruga a la Tortuga con una patada voladora. «¡Qué polenta tiene el hombre de Egipto, chicos!», resalta el maestro de ceremonias Emanuel Sorino, justo cuando un artero golpe bajo deja besando la lona al luchador del caparazón. Malif Anum hace enfurecer a la tribuna agitando sus brazos, y ejecuta un salto desde la tercera cuerda para terminar su faena, pero un inesperado movimiento del quelonio lo deja sin la colchoneta de carne y hueso en la que pretendía aterrizar. De ahí en más, Torombolo y la Tortuga contraatacan con tijeras, patadas y golpes secos dignos de las diez plagas bíblicas. Los chicos deliran. La dupla «jihadista» está grogui. Madura el nocaut. El árbitro cordobés cuenta tres y sella el pleito. 

«La clave del relato es ponerle un condimento a la pelea –explica Sorino, mientras calienta la garganta antes de anunciar el segundo cruce de la jornada–. Trato de seguir el estilo de Rodolfo Di Sarli, el relator de Titanes. Palabras mayores en la historia del catch nacional. Cuando narraba, no hacía falta que vieras la pelea.»

¡Es una lucha!

La leyenda dice que por la década del ’30 llegó a estas pampas un grupo de bravos luchadores comandados por un conde polaco llamado Karol Nowina. Ni lento ni perezoso, el conde trabó amistad con Pepe Lectoure, el tío de Tito. Juntos cranearon el primer campeonato argentino. Entre bailes de carnaval amenizados por la Orquesta Guardia Vieja y las veladas de box, los catchers comenzaron a ganarse su espacio en el Luna Park. Los combates eran bastante violentos: el cuadrilátero semejaba un matadero. «Acá nadie hace que se pega. Acá se pelea en serio», asevera Rocky. Sobre el ring, el Hombre Araña arremete con patadas fulminantes que moldean las costillas del enmascarado Guerrillero. 

La receta del catch apto para todo público que nace con Titanes en el Ring es la fórmula a la que las troupes locales le siguen pasando el plumero. «Pero ojo –se ataja Rolando–, a mí no me gustaba la última etapa del ciclo, que exponía a gente grande, fuera de estado. Ahí me decidí a arrancar como productor.» Su hija Luana lo asiste en sus shows. Cuenta que se crió en los gimnasios y que son pocas las chicas que practican la disciplina. Ella se pone en la piel de Gatúbela en los espectáculos de su padre: «Es como ser hija de un súper héroe retirado. Ahora papá casi no sube al ring, conoce sus límites.»

A diferencia de las versiones hardcore de Estados Unidos y México, los enfrentamientos locales todavía guardan ciertas reticencias con las opciones de lucha extrema. «Los mexicanos son muy bravos, y si no les pegás, se enojan. En un combate contra el Santo, un famoso luchador de allá, el tipo de arranque me metió una patada que casi me saca los pulmones. Ahí nomás, me calenté, lo levanté como un papelito y lo tiré afuera del ring. Puede creer que después se acercó y me dijo: ‘Bien, gringo.’ Y yo le respondí: ‘Yo soy argentino, gringo son los yanquis.’ El Santo se pensó que iba a arrugar», recuerda Rocky.

Daniel es uno de los integrantes de la troupe de la FAC. Le picó el bichito de la lucha hace un par de años. Entrena religiosamente dos veces por semana, aunque se gana la vida como electricista. El catch, dice, es como una coreografía: hay que saber dar golpes pero también recibirlos. «Obvio que me gustaría vivir de esto, pero también es lindo este gustito artesanal: acá somos el espectáculo pero también la logística. Los trajes me los hace mi vieja, todo fatto in casa», asegura el joven de Pompeya. Las cifras que se manejan en los países del norte marcan una brecha abismal con el mercado local: la WWE (World Wrestling Entertainment) estadounidense maneja un presupuesto anual por derechos de televisión, merchandising y venta de entradas que supera el PBI de más de un país del Tercer Mundo.

La batalla de Villa Domínico 

Sobre el ring desfilan el acrobático Señor de los Cielos; el chef francés Kave y su palo de amasar; Adriano, el pastor evangélico brasileño; Herco Wisky, el pibe fiestero; y el engreído español Don Diego. «Todos personajes que salen de la cabeza de Rocky. El tipo te escanea, charla con vos y te marca un rol. Es como la tarea de un escritor», arriesga Ariel, un pupilo de Rolando que le pone el cuerpo al fiero Pablo «Chacal» Gaviria.

Más allá de la ficción, sobre el cuadrilátero llegó la hora de la verdad. El Arcángel defiende su título frente a un retador dominicano de músculo y panza generosos. Tras un buen arranque del campeón, el caribeño bailotea y responde con cortitos y un inoxidable tackle al cuello. El Arcángel agoniza. La lucha parece definida, pero de repente, la hecatombe, la debacle total: una docena de gladiadores muestra sus destrezas en un todos contra todos. Rolando hace valer su peso pesado y cierra la batahola general a fuerza de piñas y patadas. Al fin, el Arcángel retiene la corona de milagro. 

Luego de las fotos con sus fanáticos, los luchadores se arremangan y comienzan a desarmar el esqueleto del ring, antes de que caiga la noche en Domínico. La lucha continúa. «