El porro empezó a pegar justo cuando en el acoplado del camión sonaba Praise You. Las Yungas, Bolivia. Arrancaba el tórrido febrero de 2002 y nosotros un variopinto grupo de mochileros harapientos sin rumbo fijo y una glamorosa cholita paceña nos ahorrábamos unos pesos viajando de prestados en el techo de un destartalado Volvo, que rozaba las cumbres de la Cordillera Real.
El bólido era una serpiente emplumada que avanzaba a los tirones por el que llaman el «Camino de la Muerte». Por esos años, la vía más peligrosa del planeta y sus desfiladeros devoraban vidas con fruición. Al conductor del Volvo nada lo apichonaba. Su ágil muñeca lo ayudaba a ganarse el salario del miedo.
Nuestra deriva había arrancado en el pequeño pueblo de Coroico y tenía destino final en la hoyada de La Paz, la antigua capital aymara del mundo. El viaje fue largo, casi eterno. Un día hacinados en el acoplado repleto de plátanos maduros y cuerpos sudados. Recuerdo que desde mi grabadora de mano no dejaba de sonar «You’ve Come a Long Way, Baby», la desaforada ópera prima del desaforado británico Fatboy Slim.
La cholita de largas trenzas, sobrio bombín y prolijas polleras movía la patita cada vez que el cassette ensayaba el eterno retorno de la cinta. De verdad, la señora sabía cómo moverse.
Entre picos nevados y selvas de altura, bailamos hasta casi morir, mientras el Volvo flirteaba con cornisas y barrancos. Fue nuestro Love Parade del subdesarrollo. Condimentado con picante andino.