La neblina cubre esta mañana de miércoles las quintas del barrio La Capilla de Florencio Varela. También las cubren la pobreza, la inflación, los tarifazos, los recortes en el INTA y la falta de políticas públicas, algunas de las plagas que afectan a los pequeños agricultores. Es una época de tierra arrasada para los quinteros bonaerenses. Con casi 40 años en el gremio del cultivo, don Roque Ayunta cuenta que ya pasó otros tiempos fuleros: la híper de Alfonsín, la debacle del menemato, la implosión de la Alianza, los sube y baja de la década ganada: «Pero nunca como estos. Se achica el consumo, sube la luz, sacan a los técnicos que asesoran y la inflación nos come», dice el hombre de 66 años y manos curtidas por el arado.
Orgulloso hijo de zafreros, Roque chupa el mate, hace memoria y narra la deriva de su vida migrante. Nació en Tucumán, se crió en Loreto, Santiago del Estero, y vino a laburar a la Capital Federal a principios de los ’80. Se ganó el mango primero en una gomería, luego en un restaurante y finalmente en un frigorífico que se fue a pique. Sus hermanos lo salvaron del naufragio y se lo trajeron a trabajar al por entonces floreciente cinturón frutihortícola del Conurbano. «Esto era campo pelado y yuyo. Pero se armaron invernaderos. Trabajaba para un portugués como mediero. Él ponía la tierra y los insumos, y nosotros las manos». En Varela echó raíces, se casó y creció su familia.
Crece desde el pie
Como a muchos argentinos, a Roque le cambió la vida en el 2001. Pocos meses antes del huracán político y económico que terminó en aquel diciembre negro, un tornado furioso arrasó con todo a su paso en la zona sur. «No quedó ni un invernadero en pie. Entonces el portugués no quiso producir más y no me quedó otra que alquilar la tierra para sobrevivir», cuenta Roque, mientras camina entre los senderos que se bifurcan y trifurcan entre lechugas moradas, acelgas y ciboulettes. Desde cero una vez más, a puro tractor, arado y pala, pudo labrarse un nuevo futuro. Pero no lo hizo solo. La redención fue colectiva.
Hace una década, harto de que distribuidores y mayoristas le metieran la mano en el bolsillo al vender los frutos de su trabajo, Roque se unió a otros pequeños agricultores del barrio y formaron la Asociación de Productores Hortícolas de la 1610, un proyecto colectivo que produce en forma agroecológica, cuidando el medio ambiente, la salud de los productores y también la de los consumidores.
«La organización nuclea a 17 familias y la regla básica, en este contexto devastador, es el precio justo. No se puede pagar tan cara la comida. La crisis, la ausencia del Estado y la falta de legislación dejan indefensos a los dos puntos más débiles de la cadena: productores y consumidores. Por eso nos organizamos», resume Juan Martín Casco, técnico en Administración Agraria y asesor de los quinteros.
Mientras da una mano en el invernadero, Casco cuenta que se formó no muy lejos de las quintas, en la Universidad Jauretche, orgullo de los vecinos de Varela y una de las casas de estudios conurbanas despreciadas por la gobernadora Vidal. «Conocí la experiencia cursando una materia, me acerqué y empecé a laburar. Más allá de lo productivo quinta adentro, me apasiona el trabajo humano y la respuesta colectiva que tienen los pequeños productores, cuando se empiezan a dar cuenta de que solos no van a ningún lado y que hay que trabajar unidos. Esta es una transformación que lleva tiempo, dedicación, construcción de comunidad. Y es posible», dice el técnico.
Cinco años atrás, los quinteros ensayaron un cambio de paradigma hacia un modelo agroecológico. «Es integral: la producción, la comercialización y la relación con el consumidor. Con ejes conceptuales anclados en el cuidado del ambiente y el precio justo», resume Casco. ¿Las claves? Dejar atrás la especulación y los agroquímicos, hacer asambleas, y un axioma central: la comida es un derecho.
Precios justos
Roque traza surcos con un arado casero, armado con una vieja bicicleta, y hace números que aterran: «Si no contáramos con las organizaciones de intermediarios solidarios, iríamos a pérdida. Le doy un ejemplo: si tuviera que vender a culata de camión en los mercados satélites, no me alcanzaría ni para pagar la luz. Este mes vinieron 1500 pesos. Y encima hay baja tensión». El panorama dibuja una espiral descendente: baja el consumo, bajan las ventas y las ganancias cubren a duras penas el alquiler, los servicios y un pucho para garantizar la subsistencia. El técnico Casco grafica la desigualdad con números precisos: «Por el kilo de lechuga en las concentradoras les pagan menos de 15 pesos, y en una verdulería de Capital esa misma lechuga se consigue a 75. Un robo».
A los problemas en la comercialización se suman las dificultades climáticas que se ensañan con el nylon de los invernaderos y los tijeretazos presupuestarios del gobierno: «Teníamos el apoyo de los programas Prohuerta y Cambio Rural, que articulaban con el INTA y Desarrollo Social. Pero los recortaron, y hoy se cuentan con los dedos de una mano», se lamenta Casco.
Para lidiar con la malaria, los pequeños productores venden generosos bolsones con sus productos en la finca y también en Mercado Territorial, Más Cerca es Más Justo y la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria, redes alternativas de comercialización. «Se consigue a 160 pesos acá y a 260 en los mercados. Nueve kilos de verduras de estación: acelga, remolacha, verdeo, puerro, lechuga, morrón, zapallito, morada, ahora en invierno. En una verdulería cuestan el triple», dice Roque y se concentra en trabajar sobre una familia de brócolis. «Si tuviera al ministro de Agricultura adelante –dice–, le diría que empiece a mirarnos a los pequeños productores. Que dejen de echarnos tierra encima». «
Bolsones y mercados
El contacto con la Asociación de Productores Hortícolas de la 1610 se puede hacer por su página de Facebook. Para conseguir sus productos en Mercado Territorial el contacto es