A veces existe un abismo entre lo que creemos que creemos y lo que creemos realmente. Las ideas suelen crear espejismos. Mientras estamos seguros de poseerlas, suelen ser ellas las que nos poseen. No son algo que elegimos llevar en la cabeza como si fuera un sombrero. Son ellas las que nos eligen, aunque cada uno crea que ha indagado a conciencia en el mercado de ideas posibles y ha seleccionado las mejores.
Hoy, en que cierto progresismo ha elegido la corrección política como estandarte, existe la idea generalizada de que cambiando las palabras puede cambiarse el mundo. Como en el juego de Las grandes tiendas de París “no se puede decir ni sí, ni no, ni blanco ni negro. Buenas tardes, ¿qué deseaba?” En realidad, en la versión actualizada del juego, se puede decir blanco, pero no negro por considerarse este último un vocablo estigmatizante.
Por la misma razón tampoco se puede decir “indio”, dado que así bautizó el “conquistador” a los integrantes de los “pueblos originarios”, expresión que sí se acepta y cuyo uso se recomienda como si no proviniera de la misma fuente, el castellano, la lengua del invasor, del depredador que, mal que nos pese, heredamos. No hablamos mayoritariamente ni quechua, ni guaraní, ni aymara ni lengua ona o selk´nam. Durante años, incluso, la escuela argentina desterró de las aulas el uso del guaraní en nombre de una supuesta integración. Eduardo Galeano señala que Paraguay es el único país en la historia universal que habla “la lengua de los vencidos”.
El pensamiento parece estar estructurado como las capas geológicas y lo que ha permeado en los estratos más profundos a veces se cristaliza y entra en franca contradicción con lo que se aloja en los más superficiales, aquellos donde elaboramos cuidados discursos.
Un ejemplo flagrante de esto fue la noticia difundida en todos los medios hacia fines de septiembre de que Maximiliano Sánchez, un adolescente salteño que vive en una situación precaria, diariamente camina dos kilómetros para llegar a la escuela y tiene grandes dificultades para acceder a la conectividad, desarrolló una aplicación para traducir al castellano la lengua de la comunidad wichi a la que pertenece. Por esta razón fue nominado al Chegg.org Global Student Prize 2021, un premio de la fundación Varkey en colaboración con la Unesco, del que participan 3500 postulantes de 94 países. Todos los medios, independientemente de su orientación política, titularon la información con la palabra “wichi”, como si fuera su pertenencia a esa comunidad y no la precaria situación económica en la que vive la que convirtiera ese logro en un hecho noticiable. ¿Pero qué es un hecho noticiable? Para explicarlo, el periodismo suele recurrir a un ejemplo ya muy transitado. No lo es que un perro muerda a un hombre porque es algo que suele suceder en ocasiones. Sí lo es, en cambio, que un hombre muerda a un perro porque nadie espera que eso suceda. De acuerdo con esta lógica, los logros de la comunidad wichi son algo inesperado.
Es preciso aclarar que no hubo ningún tipo de mala intención al titular la noticia de ese modo, sino más bien todo lo contario. En muchos casos, incluso, en notas televisivas se observó una genuina emoción al presentar a Maximiliano y a Eva Noemí Fernández, la docente que lo guió y lo reconoció antes de que la Fundación Varkey, una institución global que tiene su sede en el Reino Unido, nos hiciera reconocerlo en Argentina.
Es muy probable, además, que el reconocimiento público y el hecho de haber sido recibido por el presidente Alberto Fernández sea un positivo punto de inflexión en la vida de este meritorio adolescente, más allá de cómo fue presentado su logro. Pero igualmente probable es que el reconocimiento no hubiera sido el mismo si, en lugar de desarrollar una aplicación, hubiera escrito un libro brillante sobre la lengua wichi y la cultura de su comunidad. Porque lo que produce admiración, además del reconocimiento ajeno que habilita el propio, es que Maximiliano mostró su inteligencia en algo que pertenece a la cultura envolvente: el tótem sagrado de la tecnología digital.
Cuando en 1994 se produjo el atentado a la AMIA, el entonces presidente Carlos Menem le dio las condolencias a la comunidad judía, como si el atentado no se hubiera producido en Argentina y los muertos no fueran argentinos. Salvando las distancias, la misma lógica tuvieron los medios al referirse al adolescente wichi antes que al adolescente argentino que día a día lucha a brazo partido con la pobreza. Solo que entonces la actitud presidencial desató una andanada de críticas, mientras que esta vez, por tratarse de una situación positiva, la actitud de los medios pasó inadvertida.
Existe una gran diferencia entre reconocer una identidad cultural y tener una mirada turística y pintoresquista hacia “los otros” dentro del propio país. También el paternalismo tierno es una forma de discriminación. Los argentinos no descendemos de los barcos o, por lo menos, no solamente de ellos. Descendemos también de esos “otros” contra los que los españoles, según palabras de Galeano, cometieron un “otrocidio”.
Es positivo que en Argentina el 12 de octubre ya no sea el Día de la Raza, sino el Día del respeto a la diversidad cultural. Pero es insuficiente. Lo que sería realmente importante es comprender, de vez una vez por todas, que “los otros” somos nosotros mismos.