Tiempo Argentino cumple exactamente hoy cuatro años de vida cooperativa. En cada aniversario, este grupo de trabajadores que recuperó, con dignidad y esfuerzo, casi un centenar de empleos luego del vaciamiento patronal, y que inauguró una nueva forma de hacer periodismo en la Argentina, verdaderamente libre y sólo comprometido con sus lectores, produce alguna pieza editorial que de alguna manera transita el laborioso proceso de construcción de la cooperativa, sus logros, sus desafíos. Siempre ha habido sobre todo con el recuerdo imborrable de aquella noche lluviosa de julio de 2016, la patota que quiso dejarnos sin diario, la memorable “reconquista” de la redacción- un tono más o menos épico en ese relato. Este año, la celebración nos encuentra en una coyuntura impensada tiempo atrás, y cualquier épica palidece ante la tarea que hoy realizan otros laburantes, aquellos que el decreto que instauró el aislamiento social preventivo y obligatorio ante la pandemia llama “esenciales”, al exceptuarlos. Médicos, enfermeros, choferes de ambulancia, policías, pero también docentes que enseñan a distancia, recolectores de basura que dejan limpias las calles vacías, colectiveros que llevan a otros exceptuados a sus lugares de trabajo, personas que producen alimentos, que los reparten, canillitas que permiten que sigamos informándonos y científicos que investigan cómo responder al virus. No están todos en estas páginas, apenas algunos, pero esta modesta selección, que es también un homenaje a esos argentinos que, saliendo por todos los que nos quedamos en casa, nos resuelven, en parte, este drama cotidiano, es, por esta vez, nuestra manera de celebrar.
En la foto que ilustra esta nota, aparece Verónica, quien se gana el pan vendiendo panes, facturas, sanguchitos de miga, tortas y otros mil manjares, en una panadería de la avenida Vieytes, a cuatro cuadras del levadizo viejo Puente Pueyrredón.
“Se venía laburando bien en el verano, y hace un mes cuando arrancó la cuarentena fue un freno en seco. Por ejemplo con las tortas y los sanguchitos, ¿quién festeja un cumpleaños en cuarentena?”, razona la muchacha de 34 años, más de 15 en el gremio panadero. “No viví el 2001 laburando, era chica –agrega la morocha y se acomoda el barbijo-, pero me cuesta imaginar una época peor a esta.”
Vero y sus compañeras usan mil y una técnicas y herramientas para que al virus ni se le ocurra meterse en la panadería. Al barbijo le sumaron la mascarilla-visera: “Parecemos astronautas, pero da más protección y tranquilidad”. Están el omnipresente frasquito de alcohol en gel, la botella de lavandina y el trapo de piso siempre a mano. “Los clientes tienen que entrar con barbijo, no más de dos personas por vez y se tienen que limpiar los pies en el trapo”, detalla la muchacha con énfasis, y se le empaña el plástico de la mascarilla.
Vero dice que tiene miedo. Tiene una hija que sufre de bronco espasmos, grupo de riesgo ante el avance del Covid-19: “Por eso tomo el doble de recaudos antes de volver a casa. Por ejemplo, la ropa que uso en el trabajo, queda en el trabajo. De a poco todos vamos tomando conciencia de que hay que cuidarse, para cuidar a todos los demás. Al virus no le ganamos solos, de esta salimos todos juntos.”
La panadera cuenta que lo que más extraña de los días sin cuarentena son los abrazos: “Esa fuerza que transmite el abrazo. Con mis compañeras somos muy de abrazarnos, pero ahora no se puede, y cuesta. Pero la seguimos peleando codo a codo contra el coronavirus. Ese el nuevo abrazo.”