Nota publicada originalmente en la Revista T el 20 de septiembre de 2018
Lohana cruzó todas las fronteras. Migró de territorios, de lugares comunes, de cuerpo, de ideas conservadoras. Migraba, y guardaba al mismo tiempo las huellas del espacio de origen.
La Virgen de Urkupiña –que veneraba desde la Salta donde nació, creció y de donde fue expulsada–, junto a la bandera roja del comunismo, estuvieron en su despedida en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. No estaban esos símbolos por casualidad. El último “megaevento” organizado por Lohana fue su velatorio. Cada detalle lo pensó políticamente, como cada momento de su vida. El acto transgresor era velar a una “trava” en el mismo lugar que les había cerrado las puertas cuando en el 2004 se discutía una reforma conservadora del Código de “convivencia”, y luego “peregrinar” a Salta, abrazando y desafiando a las instituciones administradoras de la fe que estigmatizan la disidencia sexual.
En sus últimos días me dijo con voz apagada pero la pasión intacta: “Hay que cambiar los planes de estudio. Los médicos/as, enfermeras/os, no conocen el cuerpo travesti, las afecciones que producen las siliconas o las hormonas, las huellas de las cárceles. Eso no se estudia porque las travestis somos invisibles, y por ser invisibles no somos sujetos de derecho, ni del placer no mercantil. No tiene sentido para el sistema evitarnos ningún dolor”. Todo lo politizaba Lohana. Dinamitó las fronteras de lo establecido como sentido común. Por ejemplo, el lugar que el sistema de opresiones coloniales, racistas, patriarcales, capitalistas, asigna a las travestis.
“La zona roja es el corralito de las pobres”. Pintamos esa consigna en nuestras remeras, cuando en el 2001 ella quiso unir la denuncia del corralito con la del sistema prostituyente. Lohana era abolicionista. Había vivido en prostitución y reconocía las marcas de la explotación sexual, de la mercantilización de su cuerpo, en su subjetividad y en su vida. Pero no se conformó con denunciarlo. Se esforzó en crear alternativas concretas, como la cooperativa textil Nadia Echazú, para mostrar que las travas podían organizarse laboralmente de manera autogestiva. También participó exigiendo el respeto a la identidad elegida en las instituciones educativas, y aportando a la creación de espacios educativos que partieran de las realidades de las travestis, como el bachillerato Mocha Celis. En cada iniciativa reconocía a alguna de las travas que en tiempos más hostiles dieron abrazo, experiencia, cobijo y cuidado a las travitas jóvenes. “Todo cuerpo travesti es un cuerpo político”, decía. Y se empeñaba por diversos caminos en asegurar un lugar para esos cuerpos.
Lohana hizo de la vida un tiempo de energía, risas, reinventando el mundo. Muchas veces le pedí que me contara las historias desopilantes de los primeros tiempos de organización junto a sus hermanas travas y mujeres en prostitución. Lo hacía con una gracia inigualable, y las cargaba de picardía. No había modo de no reírse hasta llorar. En otras circunstancias, cuando un golpe le pegaba duro, se solía encerrar a lamer sus heridas y a recuperar sus fuerzas, tomando un café con muchas medialunas hasta resucitar. Porque estaba siempre atenta a la compañera que la llamaba desde el hospital, desde la comisaría o la cárcel. Salía corriendo para acompañarlas, y ayudarlas a enfrentarse a las instituciones, cargadas de odio hacia las travestis.
Lohana revolucionaba todo lo que habitaba. La política, los lugares donde estudió (terminó sus estudios secundarios de adulta), el mundo travesti, el feminismo, el comunismo, las universidades, los saberes coloniales, las leyes, las trampas. Muchos de los logros de la comunidad LGTTBI llevan la marca de su esfuerzo. La “chamana” generaba alianzas, unidad, espacios de encuentro entre quienes vivían fragmentados/as, y propiciaba diálogos que nos permitieran pensar el socialismo en clave feminista, el feminismo en clave disidente, y ser oficialismo y oposición en los espacios de lucha. (Por ejemplo, estar agitando en las Marchas del Orgullo, y construir, como parte de las mismas, la contramarcha que denunciaba la mercantilización y despolitización de esos eventos).
Compartí con Lohana su participación –al comienzo muy solitaria– en los Encuentros Nacionales de Mujeres. Era activa en las reuniones de la Campaña por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, en el Frente Nacional por la Identidad de Género, en la Campaña Nacional “Ni una mujer más víctima de las redes de prostitución”, y en numerosas redes que la tenían como animadora. Muchas de las consignas que cantamos llevan su marca. Compartimos también el espacio de Feministas Inconvenientes, en tiempos en que muchas feministas negaban la posibilidad de que las travestis lo hicieran. Compartimos talleres de educación popular en los que desplegaba su magia, encantando a compas piqueteros/as, campesinos/as, trabajadores/as.
Pensar en Lohana es también pensar en un grupo de travas y trans que abrieron el camino: Nadia Echazú, Marlene Wayar, Diana Sacayán, Mayte Amaya, que se amaban, se peleaban, se cuidaban, revolucionando cada espacio en el que participaban.
El crimen de Diana la devastó. Inmediatamente comenzó a organizar las acciones judiciales y políticas para que se condenara a los asesinos, incorporando la figura de “travesticidio”. Así sucedió, y ella ya no estaba físicamente con nosotras para vivirlo. Pero su legado perdura.
“Las travestis somos el deseo oculto de la burguesía capitalista. ¿Cuándo seremos el deseo lícito de la izquierda revolucionaria?”, nos preguntaba. En esa pregunta había una demanda inocultable de amor, junto al señalamiento de los prejuicios que todavía habitan a los “hombre nuevos” y a las “nuevas mujeres”. Romper el corralito de la binariedad, decía, era un logro revolucionario de las travestis y trans. Hacerlo desde el feminismo, es uno de sus aportes fundamentales.
Su última exigencia fue: “La revolución es ahora”. Hacía apenas dos meses que había asumido la presidencia Macri. Sabía lo que decía cuando completaba la frase: “Al calabozo no volvemos nunca más”. Lohana y sus revoluciones, atravesando fronteras, incendiando de rebeldía la heteronorma, sigue pidiéndonos que la política feminista, socialista, se base en el amor, en la vida, en la alegría y en la imaginación inclaudicables. Lohana todavía nos acompaña, nos habita, nos habla al oído, y nos levanta. Con ella migramos, hacia la revolución siempre.
La gesta del nombre propio
Activista travesti, impulsora de la identidad transgénero en la Argentina, Lohana era salteña de Salvador Mazza, la localidad fronteriza que ella llamaba Pocitos y de donde su padre, militar, la echó cuando tenía 13 años. En plena dictadura llegó a Buenos Aires, donde debió ejercer la prostitución y sufrió la persecución de los edictos policiales. Pasó por la Asociación de Mujeres Meretrices Argentinas (AMMAR) y la Asociación de Travestis Argentinas hasta que, en 1994, fundó la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual (ALITT), un espacio de construcción política que debió sortear obstáculos como el de la Inspección General de Justicia, que se negaba a registrarla por considerar que su objeto era “contrario al bien común”, y recién logró obtener la personería jurídica cuando su reclamo llegó a la Corte.
Cuando en 2002 le impidieron anotarse en la Escuela Normal para estudiar la carrera docente con su nombre elegido, Lohana logró, a partir de una denuncia en la Defensoría del Pueblo porteña, que se aceptara su identidad de género, hecho que impulsó dos decretos que extendieron ese derecho a todos los estudiantes y pacientes de los sistemas educativo y de salud de la Ciudad. Poco antes había sido candidata a diputada nacional. Como asesora en la Legislatura por el Partido Comunista, fue la primera travesti con un empleo en el Estado.
En 2008, Lohana creó la Cooperativa Textil “Nadia Echazú”, en homenaje a su compañera de militancia, gestionada y administrada por personas travestis, en su mayoría víctimas de explotación sexual. Y complementó su lucha con la publicación de dos textos centrales para el colectivo travesti: La gesta del nombre propio y Cumbia, copeteo y lágrimas.
Como parte del Frente Nacional por la Ley de Identidad de Género impulsó desde 2010 la norma que, sancionada en 2012, garantizó la adecuación de los documentos personales a la identidad de género autopercibida y el acceso a tratamientos de adecuación de sus cuerpos. Un año más tarde, puso al frente de la Oficina de Identidad de Género y Orientación Sexual, creada dentro del Observatorio de Género de la Justicia porteña, cargo que ejerció hasta su fallecimiento, en febrero de 2016, a los 50 años.