La voz gruesa, serena, paulatina de Eduardo Galeano es la que realiza el relato: “¿Hay espacio para la utopía todavía en el mundo de hoy? Sí, claro, pero en el sentido que le dio Fernando Birri en una frase que injustamente se me atribuye. Estábamos juntos en la muy bella Cartagena de Indias, dando una charla en una universidad. Y un poco al estilo de los sobrinos del pato Donald, uno decía una frase y el otro la terminaba. De repente, un estudiante preguntó para qué sirve la utopía. Y él respondió, de la mejor manera, nunca escuché una respuesta mejor: ‘Esa pregunta me la hago todos los días… La utopía está en el horizonte. Y por ello, nunca la voy a alcanzar. Si camino diez pasos, se va a alejar… O sea que sé que jamás nunca la alcanzaré…’ ¿Para qué sirve la utopía? Para eso, para caminar”.
Alguien mencionó en algún sitio la palabra distopía y recordé la charla, la extraordinaria definición del escritor oriental. Alguna vez la escuché y me quedó para siempre. Pero, ahora, cuando alguien me hace reencontrarme con la distopía, al reencontrarme con ese término, recupero algo que duele de sólo pensarlo. Distopía es lo contrario de utopía. Todos tenemos en nuestro corazón qué es la utopía. Si pararse en una explicación académica, es ir a un mundo mejor, ideal, sin desigualdad, donde no haya padecimientos que no sean aquellos que uno atribuye a la naturaleza, a Dios. Pero hay padecimientos, sufrimientos, agregados por las circunstancias económicas, por las injusticias sociales.
La utopía es dirigirse a ese mundo, es ir a un sol, es caminar hacia el horizonte. Como decía Galeano: uno no llega nunca, pero mientras trascurre el recorrido, pareciera que va encontrando un camino para su espíritu. Es maravilloso pensar esa idea.
Todo el tiempo estamos con utopías. Vivimos con ellas. Casi que nuestra vida lo es porque queremos ponernos en camino hacia algo que no se concreta. La distopía, en cambio, es caminar hacia un mundo muy desagradable, muy cruel, cargado de muchas mentiras. Un mundo oscuro, cuya metáfora es ese día gris negro que muchas veces tenemos. Eso que llamamos una boca de lobo.
Hacia ese lado va el mundo, hacia una distopía. Todo el tiempo. Mientras soñamos con lo contrario, en lo internacional y lo nacional. Podemos encontrar un eficaz ejemplo en lo que está sucediendo con la Justicia en la Argentina, con estos personajes, los equipos de fútbol, la banda de Liverpool, Diego Luciani, Sergio Mola, Rodrigo Giménez Uriburu… Y todos los otros, porque no se olviden que después de ellos viene Mariano Borinsky con toda la banda… Y tras ellos los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. En todos lados están. Han copado la Justicia. Pero en esa distopía a la que vamos, el rey se llama Héctor Magnetto, el hombre que escribe esa historia nefasta, dolorosa, desastrosa, de persecuciones, de hostigamientos. Porque siempre se le ocurre quedarse con algo nuevo. Vaya a saber, ahora, detrás de lo que anda: le dieron tanto que uno no sabe qué más le puede apetecer… O bien tratará de justificar que el mundo es una porquería, una distopía, porque a él le conviene eso para justificar lo que ya tiene.
La distopía dentro de la que estamos, permanentemente es un dolor para la humanidad. Es el camino del revés, que lamentable, tristemente estamos transitando. Aunque me sirve pensar más lindo, pensar con Galeano para qué sirve la utopía.
Pensar en los que buscan la utopía, los que involucran con ella, los que avanzan en la construcción. Los hay, en un abanico muy variado. Los consabidos y los otros.
En estas reflexiones propongo sobrevolar por dos personajes muy admirados. Por caso, Ástor Pantaleón Piazzola, quien en sí mismo es una utopía, la del hombre que camina en la dirección de sus sueños. La del hombre que enfrenta a todos los adversarios que le salen al cruce por sus convicciones. Es un tipo que luchó contra los enemigos, contra los envidiosos y contra los ignorantes, que componen un ejército muy pesado. Particularmente los ignorantes y los críticos que intentaron destruirlo. Y también contra el conservadurismo de la época: es que las utopías van hacia márgenes de libertad mucho más amplios. No sé si Ástor estaba consciente de que estaba tratando de cumplir una utopía. Pero él en sí mismo es la utopía de todos los hombres que quieren ser más libres y romper las cadenas que nos maniatan a nuestra limitación, nuestra mediocridad o nuestros miedos.
El doctor René Favaloro, por su lado, fue un hombre que empujó la utopía hacia salir del neoliberalismo, es decir apuntó su generoso esfuerzo hacia un mundo mejor, más justo. En el que estar enfermo, no sea un problema mínimo para algunos y un peligro de muerte para otros, porque esa es la distancia que hay entre los que pueden tener la salud bien cuidada y los que están a la buena de Dios. Favaloro cumplió permanentemente con esa utopía mientras que la distopía era representada por los chantas, los corruptos, los desalmados que lo enfrentaron, los que lo enloquecieron al no pagarle lo que correspondía, los que lo chantajearon y lo pusieron contra la pared. Los que lo empujaron a quitarse la vida, cuando su intención era salvar a su empresa, que significaba salvar a mucha gente que estaba indefensa en caso de no tener a gente como Favaloro.