Nadie podrá olvidar este 2020. Año de terror, angustias y contradicciones.
Quién no recuerda cuando hace diez meses la irrupción trágica de la pandemia era elevada por algunos sectores (en general, con mucha honestidad, también con un alto grado de ingenuidad) a la teoría de que la crisis sanitaria y económica se traduciría en un cambio de paradigmas en la política y en la sociedad, que llegarían tiempos más humanistas, más solidarios, menos individualistas. Así como los aplausos de las 21 ocuparon un espacio demasiado efímero, las elucubraciones sobre que íbamos a salir mejores del Covid se aventaron como lo que fueron, puras fantasías.
Nos queda la impresión de un entendimiento un poco más generalizado y abarcativo sobre que el Estado debe ocupar un rol esencial en el cuidado de la salud (así como otros roles, claro) de la población y esta idea parece perdurar, al menos, hasta que pase el vendaval. Pero ya vimos y padecimos las insurrecciones de una parte de la sociedad argentina, cuando la pandemia iba in crescendo, lo que ayudó a provocar que se batieran los más nefastos récords de contagiados y fallecidos (entre nosotros: entre nuestros familiares, amigos, vecinos), así como la aparición de furiosos anticuarentena, antipandemia, antivacunas, antibarbijos, antidemocracia, antireflexivos, anti Estado, antiperiodistas, antiperonistas, antitodo, siempre con una brutal necesidad de descargar energía, o más bien furia. Tipas y tipos que se parecen tanto en modales, actitudes, referencias y violencia a los barrabravas, a los que tanto acusan y desprecian (nosotros también, claro) con la diferencia de que muchos de ellos participan de las manifestaciones con las cinco comidas diarias hechas, yendo vestidos de Versace a bordo de una 4×4 o al menos, un mero Audi.
No, no hay cambio: ¿cambiaron los que pelean a brazo partido por impedir que un racimo de multimillonarios aporten lo que para ellos es un vuelto, mientras firman a dos manos los avales para que el gobierno porteño se victimice aplicando un impuesto a las tarjetas de crédito que a los que más afligirá será a los que menos disponen?
¿Cambiaron los medios hegemónicos que esta semana dieron otra clara muestra de cómo se realiza un operativo mediático, en su rol de voceros ideológicos del poder represivo, o bien en su rol de influyentes actores del poder real, cuando proclamaron al unísono que la gente (esa entelequia) requiere que se reabra el debate sobre la imputabilidad de menores? De ningún modo se preguntan sobre la elemental cuestión de por qué delinquen los menores (también los mayores). En ninguna de sus notas se analizan las causas de la pobreza, la desigualdad, la marginación, la falta de posibilidades, la discriminación, en definitiva, el escenario que proponen e impulsan poderes y gobiernos representantes del neoliberalismo y sus alternativas, como se plasmó brutalmente en la Argentina, no solo en los cuatro años que precedieron al actual gobierno sino, también, en dictaduras y unos cuántos gobiernos democráticos anteriores. Como bien sintetizó hace unas horas Fernando Borroni, son “los responsables de generar un país más desigual. El neoliberalismo reprime pero no ataca los motivos del mal”. Es el modelo.
Es el mismo país del pelafustán que pelechó como periodista, que se animó a hablar de la vacuna “sospechosamente soviética” y al que tanto bobalicón le da la razón. Es el país en el que rige la Justicia del lawfare, la de los jueces que aceptaban ser puestos a dedo pero se erigen como los dueños de la moral. El mismo país de Lilita Carrió, raro prototipo de estandarte místico, la que hasta anoche (hoy no se sabe) se amigó con el “imbécil”, como llamó al expresidente más de una vez. Es el mismo mundo en el que sigue aumentando el gasto militar mientras no está claro si va a haber vacuna suficiente para suministrarle a toda la población del planeta.
La lista puede completar cada página de este diario y muchas más. También hay contracaras. Un soplo de aire puro, un estremecimiento de los sentidos, una alegría para nuestros corazones tan golpeados.
La legalización del aborto, una nueva muestra de ratificación de derechos individuales, nada menos, como corolario de un decisivo cambio de época, de la lucha proverbial, lucha por la igualdad de género, de una victoria sobre el oscurantismo y la clandestinidad, de una ratificación del rol protector del Estado y de la energía descomunal de esa ola verde configurada como una verdadera revolución de los tiempos modernos.
Tiempos muy contradictorios. De cuarentenas e introspección. También de vindicaciones populares tan anheladas como la que se transita. Son ellas las que pagaron en su cuerpo las condiciones medievales de injusticias y sometimientos. Somos nosotros los que debemos pelear codo a codo, palmo a palmo por esos imprescindibles y enormes avances en términos de justicia social. Con el aborto legal no se solucionarán otros enormes flagelos, con aborto legal no se come ni se resuelven las deudas de salud, educación, vivienda, u otros factores que hacen a la dignidad de cada uno de nosotros. Pero el aborto legal atraviesa nuestros reclamos de vida y de libertad. Sí, claro, son conceptos que también enarbolan los que se paran del otro lado de la plaza; sí, claro, conceptualmente nos separa algo más que una vereda… Como bien dijo Gabriela Cerruti, somos los hijos de los pañuelos blancos de las Madres y somos los padres de los pañuelos verdes de nuestras hijas e hijos.
Impulsa los corazones, moviliza los cuerpos, sacude el alma. Esa generación “intermedia” que usó los pañuelos para llorar a sus muertos y secarse las lágrimas por sus frustraciones. Muchas de ellas no se acabaron. La ley del aborto tiene otro significado simbólico gigantesco, además de hacer que podamos abrazarnos y celebrar en un 2020 que se resiste a terminar de una buena vez, que tuvo muchísimo de espanto y bastante poco de amor.