Don Miguel Vargas llega al continente montado en el Irupé, su fiel bote con motor fuera de borda. “Me pidieron una mano y la doy. La cosa está brava en la isla por la pandemia. No hay un mango. Nos ayudamos entre los vecinos o nos tapa el agua”, dice el veterano isleño, nacido y criado a la vera del arroyo San Jorge. Don Vargas tiene 64 años. Puede dar cátedra sobre alturas de las crecidas y la lectura de mareas. Tiene las manos curtidas de haber trabajado el mimbre por décadas. Desde hace tiempo, cuenta, los cestos no rinden. Por eso tuvo que sumar las changas de albañilería para ganarse el pan: “Falta el trabajo, señor. En la cuarentena, acá lo único que sobra es el silencio”.
En el puerto de Tigre están prestos los bolsones de mercadería. Son para ayudar a 200 familias del Delta del Paraná que resisten la malaria. Sólo falta embarcarlos en el bote de Vargas y en el Máximo, la lancha-flete-remís de Maxi, otro isleño comprometido con los suyos. Fideos, arroz, aceite, azúcar, lavandina, barbijos y muchos otros insumos salvadores que arrimó el Ministerio de Desarrollo de la Comunidad bonaerense. También coopera la CGT Zona Norte. El ferroviario Ricardo Lovaglio es el secretario general de la regional: “Siempre decimos que el movimiento obrero tiene que ser solidario. La prioridad es llevar el plato de comida a todas las casas de la isla. También pensar en lo que viene, cuando llegue la pospandemia”. Con un grupo de isleños armaron la ONG Vías de Inclusión: “Hoy tenemos que apagar el incendio, pero en el futuro hay que ayudar a los productores y artesanos. Darle aire a ese pulmón productivo que es la isla. Vamos a rompernos el alma para conseguirlo”.
La compañera Verónica Paredes es trabajadora marítima del SOMU. Su militancia la lleva tatuada en el barbijo que la protege del virus. Desde abril tripula el merendero Marineritos, en la primera sección. La morocha se suma al pasamanos de bolsones: “Asistimos a pibes de 50 familias con mate cocido, una botella de leche, galletitas. La mercadería y las donaciones de ropa ayudan, pero no alcanzan. La necesidad es mucha y viene de la falta de laburo”.
Con el Puerto de Frutos cerrado, sin el turismo ni las changas intermitentes, los isleños, hombres y mujeres que ya están acostumbrados a darles pelea al infierno verde y al olvido eterno de los gobernantes de turno, capean unidos, pero desamparados, la tormenta sanitaria, social y económica que ha desatado la peste.
Frente isleño
Pesada, sin prisa pero sin pausa, la lancha avanza a los tirones por el barroso río Luján. Gabriel Agugliaro es uno de los motores que impulsa las recorridas. Es operador de radio y militante de Madres de Plaza de Mayo. Hace ocho años escuchó el llamado de la isla. Vino a pasar un fin de semana y no se fue más: “Me enamoré. Acá lo llaman el mal del sauce. Es bravo”. Con el tiempo, conoció la cara menos visible del río, esa que procura evitar la postal turística: “Te das cuenta cómo el isleño es el eterno olvidado. La vida es dura, muy difícil, pero también muy digna”. Entre los vecinos, agrega, juntan las monedas para bancar el combustible de las dos entregas semanales de insumos. “Los planes sociales acá no llegan a todos y la municipalidad hace poco, tuvimos que dar respuestas desde la isla. Conseguimos la mercadería y le ponemos el cuerpo para acercarla. Con niebla, llueva o haga frío, salimos a repartir. Lo importante es que el agua nos permita llegar a cada muelle. No te olvides de que acá manda la naturaleza”.
El trabajo no registrado y la falta de documentación personal son otros de los males que aquejan a los vecinos del Delta. “Acercar el Renaper es una prioridad que vamos a resolver. Además de potenciar el laburo que realizan los isleños e incentivar la formación de cooperativas”, promete Juan Marino, funcionario de la cartera de Desarrollo bonaerense, que acompaña esta tarde a los muchachos en la deriva fluvial.
La primera parada es en un oxidado astillero que duerme la siesta eterna sobre el Luján. Su cuidador, Osvaldo Benítez, un migrante paraguayo que llegó a la isla desde Asunción hace dos décadas, comparte la casilla con su mujer y sus cuatro hijos. Agradece la mercadería con palabras sinceras y relata sus penurias: “La plata no alcanza. Mi señora se hace unos pesos extra limpiando en el country, pero como hay menos lanchas colectivo, va y viene en remís, casi 800 pesos en viaje. Como mucho le quedan 200. A veces le dan ganas de llorar”. No tiene agua potable, le falta un colchón, ni al día vive. Su hijo, también Osvaldo, juega en las inferiores de Tigre. Dice que extraña con locura los entrenamientos. Se despide de la lancha haciendo jueguito en el muelle.
Don Abelino navega por un brazo del Luján. En el bote lo acompaña su nietito Tiziano, fanático de River. “La mercadería es para mi hija y los nietos –grita, de un bote a otro–. Ella anda en la lona, es cocinera y se le cortó todo. Yo con un poco de fideo hervido vivo”. Mientras se calza el tapabocas, cuenta con bronca que aportó 48 años a la Naval. Los míseros 18 mil pesos de la jubilación los comparte con la familia: “Nunca viví tanta malaria. Cuando era pibe, trabajaba con herramientas de mano: hacha, sierra, machete. Se ganaban centavos, pero éramos ricos porque esas monedas valían. Ahora hace un año que quiero comprarme un colchón, pero no puedo”.
Navegar es preciso
En un desvencijado muelle municipal sobre el río Sarmiento, Soraya Papalardo sonríe detrás del barbijo, en compañía de sus perros. Es trabajadora de la salud de una clínica de Munro. Desde que comenzó el aislamiento obligatorio, la falta de transporte le impide cumplir con su oficio. Cuenta que antes pasaban diez lanchas por día, ahora sólo dos. El remís a mil pesos para llegar al continente es un lujo impensado. “¿Quién se acuerda de nosotros en plena pandemia?”, se pregunta Soraya. “El 80% no tenemos agua corriente, decime entonces cómo hacemos para cumplir el protocolo”. Su vecina Noelia Vargas aporta que otro drama son los precios de los alimentos: “Si está caro en el continente, imaginate acá. Si no fuera por las ollas populares y la solidaridad, muchos no comemos”.
El bote amarra en el cruce del Esperita y el arroyo Toro, donde se abre un sendero que se bifurca. El que oficia de guía es Pablo Lara, coordinador de la entrega de bolsones. Cuenta que da una mano en la cocina de una escuelita: “La educación es otro tema complicado en cuarentena. La gran mayoría no tiene acceso a Internet. Es crudo, pero muchos pibes no tienen clases”.
Isla adentro, en un recodo aparece la silueta de Marco Juárez. Se gana la vida haciendo poda, jardinería, mantenimiento: “Pero no se ve ni una moneda. Estuvimos laburando por el puchero”. Esta tarde le da una mano a su compadre Leonardo Núñez, un carpintero que perdió su casa devorada por las llamas en marzo pasado: “La estamos reconstruyendo gracias a la solidaridad de mis vecinos. A los políticos les diría que miren un poco al pobre, al isleño. Ellos dicen que nos ayudan, pero acá no llega nada”.
Navegando por el Sarmiento, de regreso al continente, el río es casi un desierto. Don Vargas tiene razón. En plena pandemia, al Delta le falta mucho y lo único que sobra es el silencio. «