A Tamara, la compañera del Conde.
A Lucía, la de Padura.
Se abre el ascensor y aparece un señor que se va a tomar un cafecito colado y a fumarse un cigarro. Prefiere el parque exterior del imponente edificio con vista al Plata. Lleva una boina tradicional y no un Panamá; lo abriga una campera y no una guayabera; no se precipita al calor caribeño sino a la borrascosa primavera porteña. No deambula por la nostalgia de La Habana sino que trascurre el glamour de la Recoleta. Cumplida su casi religiosa rutina con el tabaco, regresa a la palabra. La voz gruesa retumba en el refinado hall del Four Seasons porteño. Expulsa cada letra masticada por una reflexión casi obligada. Se entrega con naturalidad a los modernos requerimientos audiovisuales. Se suelta en el diálogo franco, se sumerge sin hesitar en miles de vericuetos, apurado por las cotas de toda entrevista. Ese escritor que en cada frase denota su precedente de periodista, atrapante costumbrista, sagaz en la correría de relatos policiales cargados con la energía de un entendimiento social, ideológico, público.
Que además es cubano.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mate humeante, pan tibio, mermelada casera. El sol se cuela por entre la densidad de pinos y acacias; arremete sobre el deck de la casa de madera. El sonido se ciñe a hojas empujadas por el viento, o pajaritos que picotean migas. El libro da completud al disfrute matinal en la casita de La Paloma. Es El hombre que amaba a los perros, el texto iniciático más tradicional de la zaga.
Paula y el Mulato, amigos entrañables, insistieron desde el afecto, recomendaron desde la sabiduría. El ejemplar aguardaba en la pequeña librería de culto, en la avenida central de la esteña villa oriental. “La vida es más ancha que la historia”: la frase de Gregorio Marañón despunta un texto leído con avaricia y excitación. Desenfreno, entusiasmo, un placer que no cedió hasta “qué coño hacer con la verdad, la confianza y la compasión”, la expresión póstuma. El autor suele revelar que siente dolor cuando acaba la confección de una novela. El lector debe confesar que su dolor, el de haber concluido la lectura, es similar. Como si se transfiriera.
Más aún si, como se trató en el caso personal, si ya de regreso, el leyente se entrega a la compulsión de devorar las historias de Mario Conde, el entrañable personaje creado por el cubano. Incluido el tránsito por la cima (opinión individual, parcial, subjetiva) que representa Herejes, construcción compleja y maravillosa de tres historias que podrían haber constituido sendos libros, que en determinado punto se entrecruzan y se añaden.
“Desde el instante en que abrió los ojos, incluso antes de conseguir reubicar su desvencijada conciencia, todavía húmeda de ron barato”, comienza presentando al expolicía, al que el destino le impone seguir investigando. La presencia de Rembrandt, el arte sempiterno, ensalzado con fruición. El malecón habanero que jamás se omite. Las misteriosas confluencias de los tiempos. Las verdades desoladoras. “Sí, todo está en los ojos (…) ¿O tal vez en lo insondable que está detrás de unos ojos”, una de las imágenes del cierre de un texto para regocijarse en la relectura.
“El pasado nunca termina” confiesa en Personas decentes, la novela más actual, la más policial, la más crítica del régimen. De nuevo el arte, los artistas, la creatividad y la libertad en el centro de la escena. La trama delictual alimentada por cuestiones sociales, siempre controversiales, como la prostitución. Inmersa en la vida de la isla: en paralelo, el pasado y una actualidad que merece su pintura cruda, crítica, lacerante. Lo sabe el autor, lo refleja: “El fracaso de las utopías igualitarias del siglo XX nos dejó huérfanos de utopías”. A la vez, replica: “El mundo actual está globalizado, digitalizado y polarizado de la peor manera”. Pero el escritor más venerado fuera de su isla que dentro de ella, es el mismo que, volviendo a un sentido pictórico, da unas pinceladas extraordinarias de esperanza.
La comida exuberante con sus amigos en la que “devora dos semanas o más de su salario”, convertida en un apológico retrato de la felicidad, aun ante “la inminencia de lejanías anunciadas, las memorias lacerantes del pasado y las desvencijadas perspectivas del futuro”. La remata con una frase contundente y sencilla: “Razones para destrozar la felicidad del momento sobraban, pero Conde se niega a abrirles la puerta”. Y ante el sorpresivo regreso de la mujer de un amigo, concluye: “Definitivamente, vivían en estado de delirio”.
Son esos ventanales en los que el escritor infinitamente caribeño permite el ingreso de aire puro y renovado. Existen, para qué negarlo, los personajes como el Abominable. En Cuba y en el resto del planeta. Mishiadura extrema, desigualdades, neoliberalismo, las injusticias más mordaces, las muertes más injustas. También la felicidad en aquéllas pequeñas cosas…
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Lectores al fin, cada entrevistador, cada fotógrafo, requiere con anhelo, con respeto, con emoción, el autógrafo del autor admirado. La frase rubricada nunca es similar a la anterior. A este redactor, que le convida al cubano su propio libro reciente, lo distingue con el término “colega”. Antes de cada firma demora un instante. Como si quedara, inexorable, aferrado en el titubeo de escribir Padura o Conde. Había concluido una charla distendida e intensa, disfrutable como cada página de cada libro, profunda y aclaratoria, vivencias desnudas de ese tipo regordete, barba prolija, ojos vivaces y sonrisa sencilla que forma parte de un abanico gestual que mixtura dureza y brillo como condimentos indispensables para el intercambio. Un oyente interesado en cada consulta. Observador perspicaz y descarnado de una realidad que es la suya, que muchas veces duele. Pero que es creíble porque la dice en La Habana como en Nueva York, Madrid o Buenos Aires.
El tipo afable. Como cuando concluye la charla con una pregunta sin pretensión de ser intimista.
–¿Seguís teniendo el Subarú Vivio azul del siglo pasado?
–Por supuesto, un auto nuevo en Cuba es incomprable…
Ríe con ganas Leonardo Padura Fuentes, el amante de la salsa y del jazz. El de Mantilla, un barrio a 15 kilómetros de La Habana vieja, al que para remontar su subida hay que pedalear fuerte. Allí es conocido como «Nardito«, allí tiene su casa de siempre, su escritorio y su jardín. Allí recibe a sus amigos y “si hay vino, tomamos vino, si no hay vino, pues tomamos agua”.
Allí vive desde hace décadas con Lucía López Coll, “a pesar de que no es zurda”. «