Los medios de comunicación del establishment han publicado en las últimas semanas una serie de artículos que intentan equiparar el amañado juicio de la Causa Vialidad con el Juicio a las Juntas militares de 1985. Ese histórico proceso en el que fueron juzgados los jerarcas de la última dictadura por crímenes de lesa humanidad, es decir, las peores atrocidades de las que es capaz la condición humana.
Más allá de la falta de pruebas que hay en el juicio que tiene como principal objetivo condenar a la vicepresidenta Cristina Fernández, equiparar una denuncia por supuesta corrupción con un crimen de lesa humanidad muestra que el odio político sigue siendo un componente central de un amplio sector del antiperonismo.
Un jurista con la formación de Roberto Gargarella tampoco pudo tomar distancia de esa pulsión. No pudo bucear dentro de sí mismo para preguntarse qué la despierta, como para evitar la banalización del mal que implica esta equiparación.
En su artículo “De los crímenes de la dictadura a los crímenes de corrupción”, publicado el 11 de agosto en La Nación, Gargarella justifica la comparación apoyándose en el artículo 36 de la Constitución Nacional. Ese artículo habla sobre los actos contra el “orden institucional y el sistema democrático”, en una clara referencia a los golpes militares. Y sostiene que “atentará…contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado”. Según Gargarella, la Constitución de 1994 iguala una denuncia de corrupción con un intento de golpe. En parte es cierto. Muestra que los constituyentes, que no eran ángeles caídos del cielo sino políticos argentinos, entre los que, por cierto, estaba CFK, quisieron dar una señal a la opinión pública mientras se multiplicaban las acusaciones contra el menemismo.
Sobre esta base, el argumento se estira hasta lo imposible para desembocar en la barbarie de comparar una denuncia por corrupción con un crimen de lesa humanidad. En ningún momento la Constitución dice que un dolo contra el patrimonio público es lo mismo que montar un campo de concentración para hacer pasar por la picana eléctrica a mujeres y hombres, robarles sus hijos recién nacidos, y luego arrojarlos vivos al mar desde un avión. Esa equiparación la fuerzan quienes quieren instalar que el fiscal Diego Luciani es una reinvención de Julio César Strassera.
En realidad es al revés: el odio que está detrás de la comparación, que también hizo Joaquín Morales Solá, es lo que habría que sujetar dentro de cada alma para evitar la posibilidad de que se repitan atrocidades como las que se cometieron en la dictadura. ¿Acaso no fue el odio político uno de los motores del horror? ¿No fue el racismo el combustible del holocausto en la Europa de mediados del siglo pasado?
El argumento muestra la revancha histórica que busca el sector más recalcitrante de la derecha argentina, al que Gargarella le ha prestado su capacidad intelectual. El objetivo es que CFK termine como Jorge Rafael Videla y poder dejar escrito en la Historia esa especie de empate. Son sectores que en el fondo defienden o justifican la última dictadura y sus crímenes.
El extraordinario proceso de Memoria, Verdad y Justicia, que hizo la sociedad argentina, admirado en el mundo, ha generado un pudor en los defensores del terrorismo de Estado. Es algo que no se dice abiertamente. Se cuela en algunas palabras, como aparece el inconsciente, y en este deseo de revancha, que puede terminar gestando un nuevo 17 de octubre. «