Llegué a la Plaza de Mayo cerca de las 17 del miércoles, cuando recién se empezaban a armar las vallas frente a la Casa Rosada. Yo soy de Lomas de Zamora y mi viejo se crió cerca de la casa donde nació Diego, en Villa Fiorito, así que no dudé en viajar a Capital. Tenía la necesidad de homenajear y despedir a aquel Diego futbolista, que le brindó a el pueblo solo alegrías con su zurda mágica y una pelota.
Desde la madrugada, la Plaza ya estaba desbordada. Desde la tardecita comenzaron a acercarse los fieles desde todas partes del país para darle el último adiós. Banderas, fotos, velas, flores, camisetas adornaban la fachada de Balcarce 50.
Pasadas unas horas, la cantidad de gente ya era incontable y en la madrugada la fila ya llegaba hasta la Avenida 9 de Julio. Incluso se armó revuelo y hubo tensión cerca de las 4 de la mañana: volaron botellazos y piedrazos desde la cola.
Cuando dieron el permiso para entrar, agradecí al cielo y, entre lágrimas, me dispuse a entrar por el cordón que armaban las vallas hasta la puerta de la Casa Rosada.
Las puertas de la Casa de Gobierno se abrieron pasadas las 6 y, como estaba primero en la fila, fui la primera persona en ingresar a despedirlo. Cuando entré, la emoción y la tristeza me invadieron: solo pude decirle “Gracias maestro, hasta siempre”, ante la atenta mirada de sus familiares, quienes me devolvieron el cariño con un aplauso.
Fue el día más triste, para el fútbol y para el pueblo argentino. Se fue el fútbol, se fue el mejor jugador del mundo.