«¡Culpable!». Esa palabra retumbó en la pequeña sala del Tribunal Penal Oral de Valdivia, en Chile, pese a la voz meliflua del juez que la había declamado. Esa palabra era para el lonko mapuche Facundo Jones Huala. El líder espiritual y político del territorio recuperado de Cushamen, en Argentina, estaba acusado del incendio de una casa, en enero de 2013, junto a un puñado de cómplices. Lo notable es que todos ellos ya resultaron absueltos en un juicio anterior. Por lo tanto, semejante vuelta de tuerca no es sino un gran logro en el campo de la jurisprudencia fantástica.
Porque este fallo (sin pruebas y con testimonios dubitables) coincide en el país trasandino con una crisis institucional de peso al haber saltado a la luz las maniobras de Carabineros (la principal fuerza de seguridad chilena) para disfrazar de «enfrentamiento» el crimen del joven mapuche Camilo Catrillanca en La Araucanía, a mediados de noviembre. Un procedimiento literario atado a otros escándalos previos. Y que, además, enturbiaron el devenir punitivo del Estado argentino hacia las comunidades originarias asentadas en la Patagonia. Se trata de un escenario bilateral que tiene al caso Jones Huala como punto de partida.
Bien vale entonces retroceder a la visita oficial efectuada por Mauricio Macri el 27 de junio de 2017 al Palacio de la Moneda. Fue cuando le ofreció a la presidenta Michelle Bachelet resolver con rapidez su extradición.
Ese mismo día Jones Huala fue detenido por Gendarmería en la ruta 40 y encerrado en la cárcel de Bariloche. Eso causó una escalada de fricciones entre mapuches y uniformados que derivaría, nueve semanas más tarde, en la muerte de Santiago Maldonado.
A esta altura, una observación. Quizás ya sea un lugar común comparar la «gesta civilizatoria» del macrismo con la Campaña del Desierto. En realidad –bajo la llamada Doctrina de las «Nuevas Amenazas» y la idea de convertir las etnias ancestrales en el tan necesario «enemigo interno»– las provincias de Chubut, Río Negro y Neuquén fueron para la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, una versión desmejorada de lo que en 1975, bajo la Doctrina de la Seguridad Nacional, fue Tucumán durante el «Operativo Independencia»: un laboratorio represivo. En tal marco, la comunión policíaca con Chile vendría a ser una remake del Plan Cóndor.
Lo cierto es que desde mediados de 2016 existía un profuso intercambio de información entre los servicios de inteligencia chilenos y locales para poner en marcha esa ilusoria hipótesis de conflicto en ambos lados de la cordillera, y con dos antagonistas de fantasía: la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) en la Patagonia y la Coordinadora Arauco Malleco (CAM) en La Araucanía. De modo que sus principales ciudades empezaron a llenarse de espías y policías.
Así se llegó al 29 de noviembre de 2017. Aquel día hubo un súbito y misterioso cónclave bilateral en el Palacio San Martín de la Cancillería. Por el país vecino asistió una delegación presidida por el entonces subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy, e integrada por el embajador José Viera Gallo y tres funcionarios de menor rango; por la parte argentina estuvo Bullrich y su plana mayor. El tema tratado –según una gacetilla oficial– fue «enfrentar en forma conjunta delitos transnacionales como el contrabando y el narcotráfico”. La razón real era diferente y extremadamente delicada.
Una semana antes se produjo en los alrededores de la ciudad chilena de Temuco el espectacular arresto de ocho «extremistas» de la CAM, incluido su líder, Héctor Llaitul. Se los imputaba de atentados incendiarios, entre otros actos sediciosos. La acción, bautizada con el criterioso nombre de «Operativo Huracán», fue presentada como una «hazaña» de la Dirección de Inteligencia Policial de Carabineros (DIPOLCAR).
Gran alarma causó la revelación de conversaciones por WhatsApp entre los detenidos sobre la posible importación de armas desde Argentina.
Ese era el tema tratado en aquel cónclave. A Bullrich se le hacía agua en la boca. Argentina y Chile pactaron entonces cerrar los pasos fronterizos, entre otras medidas de excepción.
Tal soporte probatorio fue incorporado como cosecha propia al famoso documento de 180 páginas redactado en el Ministerio de Seguridad sobre la «subversión mapuche» en la región. Y su contenido incidió en la creación de un comando unificado entre las fuerzas federales de seguridad y las policías de las provincias afectadas.
Pero en Chile hubo un giro inesperado al comprobarse que la pesquisa del «Operativo Huracán» –efectuada al amparo de la Ley de Inteligencia– era un fraude, dado que las intercepciones de WhatsApp y las escuchas telefónicas habían sido manipuladas con diálogos falsos. De modo que se anuló la causa contra los presuntos integrantes de la CAM para ser reemplazada por otra contra la cúpula de la DIPOLCAR. Con dicho escándalo culminó el mandato presidencial de la señora Bachelet.
Ahora, con el caso Catrillanca, a Sebastián Piñera no le va mejor.
Tras quedar probada la inexistencia de un tiroteo –tal como sostenía la versión policial– y que la víctima en realidad murió acribillada a quemarropa, un clima embarazoso envuelve a las altas esferas del poder. No es para menos: el principal involucrado en el encubrimiento es el director nacional de Orden y Seguridad de Carabineros, general Christián Franzani, un hombre clave en el esquema de seguridad del gobierno. El tipo tuvo que renunciar, al igual que el intendente de La Araucanía, Luis Mayol, mientras se anunciaba la disolución del Comando Jungla, una unidad antimapuche de élite. El estupor es tal que el jefe de Carabineros, general Hermes Soto, se vio obligado a esgrimir: «Han sido días harto difíciles y desgastantes. Pero no se puede seguir por el camino equivocado de abuso de poder, del uso innecesario de la fuerza y del empleo indiscriminado de las armas».
En ese mismo momento, Jones Huala asistía a su condena. «