Yendo de la cama al living, a la cocina y, con mucha suerte, al patio. Viajando por casa, enclaustrados en internet, con la distancia y los protocolos profilácticos que nos recuerdan nuestra soledad y la enfermedad. Confinados dentro de los límites que nos impuso la peste desde su expansión global.  El ensayista y escritor Juan J. Mendoza usó los largos meses del 2020 para pensar y escribir sobre el encierro por el Covid 19, pero también sobre muchos otros anteriores. Homo Búnker: breve historia del confinamiento (Panorámica-Indie Libros) es un brillante ensayo que reflexiona sobre la dimensión existencial que han tenido los encierros en Occidente y más allá. Desde la vida en las cuevas de los primeros cristianos hasta la hegemonía contemporánea del home office. Una arqueología que echa luz sobre las tinieblas del presente pandémico.

–¿Cómo definís la figura del Homo Búnker?

–Hay una progresiva conquista técnica de los cuerpos que se ha ido desarrollando con el paso de los años. Si uno analiza la historia, la Segunda Guerra Mundial evidentemente fue un momento trágico, donde el búnker fue un acontecimiento existencial. Otro momento importante fue, en 1969, la primera conexión de internet. Son hechos que van generando las condiciones de posibilidad para lo que llamamos “distanciamiento”. Hay un árbol genealógico del distanciamiento. El Homo Búnker es una construcción imaginaria, pero también real, de nuestras vidas confinadas en espacios cerrados cada vez más pequeños.

–En tu libro realizás una arqueología del encierro.

–El disciplinamiento de los cuerpos, desde la Modernidad o la sociedad industrial hasta nuestros días, llevó a que vivamos en espacios cerrados: la escuela, la familia, la fábrica, la cárcel y el hospital, el lugar de encierro para morir. Pero hay que recordar que somos una especie uterina: desde lo biológico, nos gestamos en un espacio de encierro. Y también venimos de las cavernas, un lugar también de gestación de nuestra historia y cultura. El lugar de encierro nos convoca, y a la vez es un lugar de destino. Nietzsche escribe que cuando Zarathustra baja de la montaña, descubre que los humanos viven en casas cada vez más pequeñas. La arquitectura produce entonces los monoambientes. Se reduce el espacio: somos cada vez menos nómades y más sedentarios. Todo eso se pone en evidencia con la pandemia. Entonces se puede hablar de una dimensión existencial del encierro, que se hace visible de una manera brutal en pandemia, pero que no es nueva.

–Un hecho curioso que mencionás es cómo la pandemia frena el turismo, pero en 2020 se inició el turismo espacial. 

–Son las paradojas del presente. Ahora también se habla de los trastornos del sueño que trajo la pandemia. Y al mismo tiempo está la idea de los sueños colectivos como especie, de nuestras pesadillas como civilización. De la idea del planeta Tierra como casa a vivir en bunkers. Lo que aparece con todo vigor en el 2020 es la idea de finitud de la vida en la Tierra, asociada al problema ambiental, que viene de décadas.

–En tus ensayos hablás de internet como un nuevo ecosistema, con la hegemonía del home office preparando el terreno para su reinado actual.

–En 2020 se aceleraron proyectos tecnológicos que estaban previstos en su desarrollo para toda la década. Lo que vimos en 2020 ya existía: el Zoom, la educación a distancia, el sexo virtual. Llegan ahora al paroxismo, pero había una preparación cultural. Internet no es nada nuevo, pero sentó las bases para lo que vivimos en pandemia. Hay más conexiones a internet que de agua potable.

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–Y esa desigualdad en el acceso a las tecnologías reproduce las condiciones de dominación.

–Eso forma parte de las “dramaticidades del presente”, como dice Horacio González. Es complejo, y yo me pregunto si de alguna manera no empezamos a ser diferentes como especie. Estar frente a una pantalla, y pasar a otra y a otra, también nos cambia como especie. El problema de la desigualdad es complejo, porque pregunto: ¿es deseable vivir en una cultura que está destruyendo la especie? Ese súper hombre operado, lleno de trasplantes de órganos, de cirugías estéticas, que se va a vivir al búnker del barrio privado, ¿queremos ser parte de esa especie? Está la exclusión, pero también se puede pensar que hay un vitalismo ahí, una resistencia.

–¿Se puede hablar de un nuevo orden biopolítico global, con esta figura del Homo Búnker que llega para quedarse?

–No podría opinar demasiado sobre lo que va a pasar. Creo que hay que prestar atención a reflujos o a tribus identitarias que no están en la superficie, como los freeganos, que son abstemios del consumo cultural, personas que no quieren consumir porque entienden que hay un debilitamiento de nuestros gustos, el dominio del algoritmo, que te encierra, que te hace ver tu gusto afirmado, debilitando el deseo, o poniéndote un deseo refritado. En este momento tan duro, debemos pensar hacia dónde vamos como especie o hacia dónde no tenemos que ir.

Nuevo orden

“Ahora el encierro, la pérdida del espacio público y de las calles, está dando lugar al surgimiento de un nuevo orden, a una nueva división de la especie. Nos afantasma pensar que estemos ante el fin de la edad nómade, una nueva radicalización del sedentarismo que sobrevino con la organización del saber en las sociedades informatizadas y que se impuso con el home office. Nosotros, los habitantes de la transición, con la memoria de los campos de concentración y de los genocidios del siglo XX, hemos asistido a su período de gestación. Emplazados en la mitad del camino, entre los no-lugares de grandes dimensiones –los aeropuertos, los centros comerciales– y en la era del turismo global, crecidos entre los avatares de la democracia liberal, con las plazas y los edificios de las ciudades concebidas para la museificación del pasado, a caballo entre las grandes movilizaciones políticas y el ensimismamiento en livings pertrechados de tecnologías, asistimos ahora al advenimiento del Homo Búnker». (Fragmento de Homo Búnker: breve historia del confinamiento.)