Emanuel Vázquez alzó con miedo a su hija Lupe. Temía no poder cargar los 25 kilos de la niña de cinco años. Doce meses atrás, en agosto de 2020, contrajo coronavirus y nunca más tuvo fuerzas para sostenerla en brazos. Pasó más de dos meses en terapia intensiva, tres en sala general y otros ocho en su casa con trabajos de rehabilitación ambulatoria.
“Abrazate fuerte, fuerte”, le dijo y la llevó hasta la habitación para dormirla. La nena se rió y redondeó los brazos en la espalda de su padre. Él caminó despacio, calculando los pasos y controlando su pie derecho en el que aún sufre hormigueos. No puede apoyarlo por completo.
Sintió ese momento como un nuevo escalón en su recuperación, uno especial. Recordó las veces en las que Lupe se arrojaba sobre él para abrazarlo y no podía atajarla. Ponía el pecho para frenar el impacto y tambaleaba. Antes de alzar a su hija, hizo una prueba con un bidón de agua de 20 litros. Antes, con cajas de distinto peso; antes, con pesas de medio kilo; y antes, con bandas elásticas. También hizo ejercicios con juguetes: armaba y desarmaba un avión en el que tenía que ubicar tornillos. Para fortalecer las piernas se paraba frente a un espejo y simulaba jugar al “pan y queso”, un paso después de otro. Cuando comenzó la rehabilitación ambulatoria no podía destapar una botella, tampoco sostener platos: se le doblaban las muñecas.
Emanuel Vázquez es enfermero, tiene 36 años y antes de contraer el virus trabajaba en el sector Telemetría de la Fundación Favaloro y en el área Covid del Hospital General de Agudos Parmenio Piñero. En mayo de 2020 antes había fallecido su papá, remisero de 62 años, y su mamá también estaba internada. Hoy, más de un año después, sufre las secuelas incapacitantes de una neumonía bilateral: hormigueo en manos y brazos, debilidad muscular, dificultad para respirar y complicaciones en la voz.
Emanuel recuerda con nitidez otro momento de su recuperación. El día en que volvió a comer. Fue semanas después de que le sacaran la cánula de traqueostomía para que respirara solo. Cuatro meses había pasado alimentándose a través de una sonda. Sintió el sabor amargo de un mate cocido. Las enfermeras le dieron a elegir entre la infusión y un yogur. Con la voz débil, después de permanecer meses sin hablar, les pidió algo calentito y con poca azúcar. Sus papilas gustativas estaban dormidas. “Fue inolvidable, el mate cocido más rico que haya probado de todos los tiempos”, dice. La última vez que sintió el espesor de la comida fue en agosto del año pasado, en los días previos a que lo intubaran. Antes de que lo sedaran para pasarle el tubo por la tráquea y seguir con respiración mecánica, pidió hablar por teléfono con Lidia, su pareja, también enfermera del Piñero.
«Lidia, me van a ventilar. Te paso todas las contraseñas de las cuentas bancarias y hacete cargo vos de los pagos», le dijo y cortó. No tenía más aire para seguir hablando. Tampoco quería decir más. Sabía lo que pasaba en terapia con los pacientes con coronavirus y creía que no iba a sobrevivir.
“Los dos trabajamos en las salas Covid, no había opción, sabíamos que nos íbamos a contagiar, era algo que ya lo teníamos asumido. Pero no nos imaginábamos que se iba a complicar tanto”, cuenta Lidia. El día del llamado no sabía que semanas después entraría a terapia para despedir a Emanuel a través del Programa de Fin de Vida para pacientes muy graves. Le hizo escuchar audios de Lupe en el celular.
«¿Dónde estás? ¿Cuándo vas a venir? Qué tonto que no venís», le decía la nena en un mensaje de WhatsApp. Lidia se despidió, no sabía si al día siguiente su pareja estaría con vida.
Al poco tiempo, Emanuel comenzó a mejorar. Lo despertaron. En ese lapso, su madre se había recuperado y él había cumplido años. Le costó, fue un proceso largo. La medicación para mantenerlo sedado aún hacía efecto. Por momentos, se desorientaba.
«¿Me reconocés? ¿Sabés quién soy?», le preguntó ella cubierta con el camisolín, el barbijo, la cofia y la máscara. «Soy Lidia». Él fijó la vista en esa figura borrosa y lloró. No podía hablar. Recuperar la voz le llevó meses de rehabilitación fonoaudiológica.
En diciembre volvieron a casa. Lidia le curó las escaras, lo bañó, lo vistió, le dio de comer y contuvo su mal humor por los dolores en el pie y la imposibilidad de moverse.
La movilidad fue progresiva. Primero, lo sentaron en la cama. Después, entre tres o cuatro personas lo mantuvieron parado por dos o tres minutos. Con el tiempo pudo caminar solo y dar vueltas alrededor de la cama.
La semana pasada, Emanuel Vázquez volvió a trabajar. Se puso un ambo blanco, el verde le queda grande: bajó más de treinta kilos en todo el proceso, de 125 a menos de 100. El domingo previo a su regreso, no durmió. Estaba ansioso por encontrarse con sus compañeros y compañeras, también por saber cómo iba a cumplir con su trabajo. Ahora, en la clínica hace tareas con menos esfuerzo físico: durante la noche controla los monitores de electrocardiogramas. Dice que aun no tiene la agilidad para correr en caso de una emergencia, como hacía antes, cuando algún paciente entraba en paro cardiorrespiratorio. En el hospital, trabaja en el sector de traumatología: ya sacó sangre, colocó vías, rotó pacientes.
“Creo que voy a estar limitado por ahora. Creo que es por ahora, no sé. Voy a tratar de dar lo mejor que pueda. Estoy esperando qué va a pasar con el transcurso del tiempo, eso es lo que me quita el sueño: ¿cómo voy a estar? ¿voy a mejorar, normal, o ya llegué al techo? ¿este es mi límite? ¿me voy a seguir cansando?”, enumera los interrogantes que sobrevuelan en su cabeza.
“No sé si me voy a seguir cansando el año que viene o cuándo voy a terminar de recuperarme, nadie te lo dice. No sé cómo voy a quedar realmente –dice Emanuel Vázquez–. No se sabe, nadie lo sabe”. «
Secuelas, lo que se sabe
Las secuelas generadas por el Covid-19 están en constante investigación. Con el paso del tiempo se van descubriendo diferentes efectos en las personas que lo padecieron. Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada diez personas recuperadas continúan con los síntomas semanas y aún meses después de tener el alta.
Un estudio liderado por el investigador chino Lixue Huang y publicada en la revista científica The Lancet en agosto, indica que las secuelas físicas o psicológicas pueden persistir al menos por un año. De acuerdo al análisis de la evolución de pacientes del Hospital Jin Yin-tan, en Wuhan, las personas que contrajeron el virus SARS-CoV-2 tienen mayores problemas de movilidad, dolor o malestar y ansiedad o depresión que quienes participaron del estudio y no tuvieron infección. Además, presentan fatiga y debilidad muscular. Casi la mitad informó tener al menos un síntoma en los doce meses posteriores: dificultades para dormir, palpitaciones, dolor en las articulaciones o dolor en el pecho.
Otro relevamiento realizado por la Universidad de Oxford y publicado en The Lancet Psychiatry indica que una de cada tres personas que contrajeron el SARS-CoV-2 tiene secuelas neurológicas o psiquiátricas durante los seis meses posteriores. El trabajo, realizado en más de 200 mil pacientes, reveló que el 33,6% presentó algún diagnóstico neurológico o psiquiátrico; el 17,4% mantiene trastornos de ansiedad; el 2,1% sufrió infarto cerebral; el 1,4%, trastorno psicótico; el 0,7%, demencia; y el 0,1%, Parkinson.