«Yo les dije que este día iba a empezar una revolución de la alegría en Argentina», sostuvo Mauricio Macri aquel 22 de octubre de 2015, la noche en que aseguró un lugar en el balotaje que al cabo lo transformaría en presidente. Globos de colores y papel picado inundaron el búnker, y empezó a sonar la música: Y no se deprima (nooo) / tira para arriba (yeah) / carga vitaminas (oooh) / ¡disfruta la vida! Macri bailó. Bailaría dos meses más tarde en el balcón de la Rosada. La alegría como mandato imperioso y promesa permanente, la felicidad como poderosísima herramienta de marketing político, serían desde entonces pilares de la gestión Cambiemos.
La felicidad, tan al alcance de la mano en cada producto, en cada spot, y por eso mismo tan frustrante cuando inaccesible, se ha convertido en un modo de gobierno, aquí y en todo el mundo. Eso sostienen el psicólogo español Edgar Cabanas y la socióloga israelí Eva Illouz, autores del libro Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, publicado recientemente por Paidós en España, una aguda reflexión sobre los efectos de la autoayuda omnipresente y global, que multiplica las recetas para el éxito personal, que nos dice cómo debemos actuar, pensar y aun votar para conseguir los resultados que tanto anhelamos, y que genera, junto a un panorama de extendida hipocondría social, fuertes mecanismos de control político.
«La felicidad es un valor extremadamente individualista, encaja con la ideología neoliberal, le hace muy bien el juego», explica Cabanas, doctor en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid e investigador del Centro de Historia de las Emociones que funciona en el Instituto para el Desarrollo Humano Max Planck, de Berlín, en diálogo con Tiempo. «Lo que ofrecen los expertos de la llamada psicología positiva es poco sustentable desde un punto de vista científico, académico e intelectual. No hay ciencia detrás. Se utiliza simplemente como una retórica para convencer y vender. Son discursos persuasivos porque ofrecen garantías cuando en realidad no las hay. Lo que hay detrás de esta ideología de la felicidad es neoliberalismo puro, y un individualismo que hay que poner en evidencia, y que está naturalizado bajo esta retórica científica tras la cual pretende esconderse».
–¿Por qué tiene tanto éxito esta psicología positiva?
–Hay muchas razones. Por un lado, todo este discurso ofrece soluciones simples, rápidas y fáciles a problemas complejos, de una forma muy personal. Nos dicen que las respuestas están a nuestro alcance. Es un razonamiento que parece empoderar a los individuos, dándoles una sensación de control que no es real. Muchas veces los inconvenientes son sociales y estructurales, en vez de individuales y psicológicos. Las condiciones de empleo precarias o la amenaza de ser despedido son dificultades estructurales que escapan a la responsabilidad de una sola persona. Ahora bien, si se promete la posibilidad de resolver estos conflictos a partir de guías fáciles de comprender o aplicar, es normal que la gente quiera acceder a ellos. Todo esto responde a la lógica neoliberal de que el buen ciudadano es aquel que emprende y genera actividad económica a su propia cuenta y riesgo. Entonces, se dice que los logros dependen de uno, y si fracasa es porque algo ha hecho mal. Es decir, todo el mundo tiene la posibilidad de alguna forma de triunfar en la vida y que depende sólo y exclusivamente de él.
–Un marketing del emprededorismo que nos responsabiliza de nuestros fracasos.
-Es que ni el éxito ni el fracaso son responsabilidad de uno, porque en ese análisis no se tiene en cuenta la desigualdad social. No todos parten del mismo lugar para evaluar de la misma forma lo que pueden hacer. Es un discurso muy egoísta, que no tiene en cuenta las condiciones personales. Hay que entender que, en este sistema, el triunfo de una persona implica el fracaso de otra. Es decir, no está la ecuación «ganar-ganar». Si te esforzaste pero seguís siendo pobre, te dicen que no hiciste todo lo que tenías que hacer para cumplir tu meta. Ahora, si lo hiciste, fue por vos. Algunos recurren a este tipo de discursos para legitimarse. Me pregunto: ¿qué pasa con aquel que cae en el camino para que otro suba?, ¿qué hay de todas esas condiciones de inicio que son, muchas veces, la causa de que algunas personas triunfen y otras no? Es un lenguaje meritocrático, individualista, egoísta e injusto.
–¿Es la felicidad una nueva forma de dominación?
–Se convierte en una forma de dominación con características particulares. No hay una imposición, sino una persuasión, sumada a una entrega voluntaria por nuestra parte. Se nos ha dicho que ese discurso está aprobado, que es científico y bueno para nosotros, porque asegura el éxito y la salud. Podemos superar nuestros problemas, mejorar nuestras relaciones de trabajo y familiares. Todos son argumentos muy seductores que hacen que nos entreguemos a él. Es totalizador. Nos prometen algo que es irrealizable y en esa promesa está nuestra esperanza de que eso sea así. Nadie quiere quedarse afuera, todo el mundo quiere triunfar y sacar provecho. La felicidad es un valor extremadamente individualista. Tiene un marcado componente personal al contrario de la justicia, la solidaridad y la integridad. Es claro que encaja con la ideología neoliberal. Le hace muy bien el juego.
–Gobiernos neoliberales de todo el mundo han hallado en este discurso un recurso eficiente para justificar las inequidades inherentes a sus proyectos políticos.
–Sí, para fines a veces muy concretos, con objetivos claros. En 2010, David Cameron, después de anunciar enormes recortes sociales, dijo que a lo mejor el problema era que había medido el bienestar de las personas a través de índices objetivos, de progreso económico, de igualdad, pero que se habían olvidado de los índices subjetivos. Como si hablar de felicidad no implicara hablar de cuestiones objetivas: los ingleses debían pensar un poco menos en cómo poner dinero en sus bolsillos para pensar en cómo poner alegría en sus corazones. Fue una forma de desviar la responsabilidad de su gestión, una cortina de humo. En Emiratos Árabes Unidos o en la India –países con mucha desigualdad social, pobreza infantil, desnutrición– se han abierto lo que llamamos ministerios de la felicidad, precisamente para medir si los ciudadanos están más contentos de lo que parece.
–Al principio de su gobierno, Cambiemos había sumado a su Gabinete a un supuesto «experto en felicidad» para que les explicara a sus ministros de qué se trata la pobreza.
–Bueno, son muchos los países que se han adherido a este tipo de iniciativas sobre la felicidad. De hecho se ha propuesto adoptar un Índice de Felicidad Bruta para sustituir al Producto Bruto Interno. Si el PBI no está bien pero sí la felicidad de sus ciudadanos, entonces las cosas no están yendo tan mal. Es una forma de quitarles importancia a los condicionantes económicos y sociales. Como estrategia política, ha dado resultados en muchos sitios.
–El marketing político del macrismo siempre ha apelado a una emocionalidad positiva, cargando de negatividad cualquier disenso.
–Normalmente se dice que hay emociones positivas y negativas. Eso es falso. Son importantes las emociones porque son políticas. Cuando le atribuyen lo negativo a la ira o la indignación, las despojan de su contenido político e ideológico. Si nos enoja presenciar una injusticia, el hecho de sentir indignación es un impulso muy potente para luchar contra ese abuso, contra esa explotación, contra lo que está mal. En cambio, las emociones positivas, como la alegría, la esperanza y el optimismo, son más conformistas. Son menos rebeldes.
–¿No es reduccionista definir la felicidad sólo en su aspecto individualista, hay alguna otra manera de abordarla?
–Durante siglos ha sido una cuestión sobre la que diversas culturas, con sus diversas posiciones filosóficas, han reflexionado y debatido. Hay diferentes percepciones, pero el problema es que hoy hay un concepto de felicidad dominante, muy extendido, el que más se ha propagado, que tiende a anular todas las formas alternativas del buen vivir. Estamos demasiado preocupados por sentirnos bien todo el tiempo. Hay una obsesión generalizada respecto de cómo tenemos que pensar, sentir y actuar. Un pensamiento que gira alrededor del consumo, porque para saber cómo estar mejor, necesitamos consumir. Y tenemos que escapar de esa lógica. «