Cuando a fines de los ’90 la música electrónica comenzó a ofrecer sus primeros chispazos multitudinarios en Buenos Aires, la ciudad comenzó a ser considerada una plaza apetecible para productores, DJ y agencias de contrataciones globales. En pocos años, el baile, primero circunscripto a los límites de la discoteca, se subió al fenómeno de los megafestivales como Creamfields, y enseguida llegaron las fiestas para miles, que le dieron a la electrónica un status de negocio todo terreno que sólo encontró un stop con la tragedia de Time Warp, que en la noche del 15 al 16 abril de 2016 dejó cinco jóvenes víctimas fatales por intoxicación con drogas sintéticas. 

A un año de aquellas muertes, algunas cosas cambiaron para el público, los artistas y los productores que hacen de la electrónica la banda de sonido de sus vidas, y otras no cambiaron en absoluto. Aunque está claro que, si en el mundo del rock local la tragedia de Cromañón desató un sinfín de prohibiciones, sanciones y clausuras, que llevaron a la asfixia a decenas de emprendedores culturales, en el campo de la electrónica el efecto Time Warp encontró un poderoso equivalente, sumado a una asociación digna del Gran Hermano orwelliano por parte de las autoridades: fiestas electrónicas = consumo de drogas. 

En ese contexto, las autoridades del Gobierno de la Ciudad avanzaron con inhibiciones, cierres de locales y múltiples visitas de inspectores en todo espacio que auspiciase a la electrónica, que se replicaron en el interior, particularmente en Mar del Plata. Un año más tarde, las fiestas volvieron, pero no son pocos los que sostienen que existe una suerte de «criminalización» del género. 

Sergio Athos es uno de los productores más representativos de la categoría en el país. Está detrás de las bandejas desde fines de los ’70 y hoy sigue siendo el DJ de su propio y mítico club, Bahrein, de Lavalle al 300. «Los boliches son considerados Local de Clase C, la más difícil de conseguir, y hay miles de controles –cuenta Athos–. Cuando pasa algo en un lugar que no es Clase C, como sucedió en Time Warp, a los dueños de boliches nos caen con todo, y eso repercute directamente en nosotros, que pagamos IVA, Ingresos Brutos, aportes patronales y que, como en mi caso, damos laburo a 50 personas. ¿Por qué me castigan a mí por lo que hicieron otros que no estaban habilitados? Desde lo de Time Warp llegamos a tener tres inspecciones diarias. En realidad, salieron a ‘hacer como que controlan’. Bahrein tiene mil inspecciones. ¿Qué puedo tener mal después de eso? Sin embargo, muchos lugares ilegales siguen funcionando, sin medidas de seguridad. El futuro Cromañón o Time Warp va a suceder en uno de esos lugares”. 

Iván Aballay es cordobés y produce espectáculos de electrónica en su provincia desde hace 18 años. También padeció las filosas esquirlas de Time Warp. «En algunos lugares donde veníamos trabajando los dueños decidieron no hacer más shows. Nunca tuvimos problemas, pero la confusión que generó tanta prensa y gente hablando sin saber absolutamente nada del tema hizo que mucha gente mirara a la música electrónica como si fuese algo malo», señala. 

La casi inmediata negativa del gobierno porteño a otorgar permisos para eventos masivos de música electrónica encontró su punto más alto en noviembre del año pasado, cuando a pocas semanas de realizarse el show de Kraftwerk, la Dirección General de Habilitaciones y Permisos no autorizó que la mìtica banda alemana tocara en el Luna Park, decisión que la Justicia revirtió tras un amparo de la productora Move Concerts. «Se aprovechó lo de Time Warp para asociar drogas con electrónica. Pero las drogas siempre estuvieron toda la vida en todo tipo de música. El caso de Kraftwerk fue parte de esa ignorancia», aclara Athos. 

En contraposición, las políticas oficiales activas de reducción de daños frente al consumo de drogas implementadas en muchas capitales mundiales que albergan festivales electrónicos, no se aplican en la Argentina. «Lo de Time Warp hubiera sido totalmente prevenible de haberse implementado políticas de reducción de daños que contemplen principalmente el análisis y testeo de calidad de las sustancias que los usuarios van a consumir esa noche, de modo que puedan saber qué es lo que se van a meter en el cuerpo y así reducir los daños que esas sustancias pueden producir. Saber qué se está consumiendo marca la diferencia entre la vida y la muerte. La culpa no es de la música», dice Sebastián Basalo, director de la revista THC. «Hay toda una generación de jóvenes que no saben absolutamente nada de lo que se meten en el cuerpo. Y el Estado está ausente en un 100%», afirma Aballay. 

Las fiestas volvieron a cuentagotas en febrero, tras entrar en vigencia la nueva Ley de Eventos Masivos, que buscaría revertir esta ausencia, regulando la cantidad de inspectores (seis para los eventos que convoquen a más de 5000 personas) y generando un registro para que se anoten las productoras, que deben disponer de un sistema de conteo electrónico de asistentes en tiempo real, planes de seguridad y asistencia sanitaria (que deben aprobar el SAME y Bomberos), además de garantizar la hidratación, factor clave de la tragedia de abril de 2016. 

Un año más tarde, las fiestas regresaron, aunque muchos productores, sobre todo los pequeños, se sienten cercados por los requisitos y por los prejuicios. «