Ni un país en llamas pudo con el fútbol. Dos meses de un vértigo asfixiante, insoportable para los hinchas de uno y otro. Clasificación, expectativa, aguacero, estrategias, fútbol, violencia, inoperancia estatal, suspensiones, peleas, viajes, extradiciones, el juego en otro continente, otra vez (al fin) la pelota, golazos, la vuelta olímpica, festejos. Uf, el fútbol en su esencia y su cotidianeidad, pero elevado a la enésima potencia.
Dos meses irrepetibles. Para bien y para mal. Luego, esa caída insólita de River ante el Al Ain, el choque con el Kashima japonés, y la fiesta, al fin, en su propia casa con sus hinchas. Frutilla de un postre que demoró una vida.
Qué hubiera hecho por estos días, aquel gurrumín al que unos tíos solterones, por los ’60 llevaban un fin de semana al Monumental y otro a La Bombonera. Ese pibe, que en su inocencia, aseguraba ser de River y también de Boca. Que eligió cuando un amigo riverplatense lo chicaneó, tras una derrota xeneize, un domingo, ante Banfield, 2-1. «¿Cómo podés ser hincha de esos perdedores?»: la frase detonó la elección. Ese pibe que, de adolescente, bancó con dolor y lealtad, los 17 años y pico del «deshonor» de no ser campeón, invirtiendo la lógica y optando por no integrar el exclusivo lote de los ganadores.
Ese muchacho que al convertire en padre, se embarcó en una férrea batalla –sólo los muy futboleros lo comprenden en su plenitud– para que su hijo, con el que amenguó la convivencia al separarse de su madre, recibiera el legado del amor por esa banda roja que le cruza el pecho. Luchó a brazo partido contra las influencias de otro abuelo «bostero» y de primos «cuervos». Sí, que la libertad es uno de los valores elementales que le trasmitió y lo enorgullece especialmente el modo en que su hijo ejerce el albedrío en su propia vida. Pero, vamos, que esto es fútbol y todos los razonamientos ingresan en entredicho…
Ese hombre, con profunda nostalgia, atesora en rincón el pequeño escudo de tela, raído, de Estudiantes que su padre conservó por tanto tiempo bajo el vidrio de su escritorio. No transitó la misma ruta Pincharrata de pasiones futboleras pero sí tomó de su padre la profesión de periodista, para atravesarla durante toda su vida. Incluso, en las regiones más contradictorias: guarda para sí sus mejores labores, entre ellas, la del día en que su equipo se fue a la B (otro lance que entiende como un escarnio singular, insuperable): pese a su infinita congoja realizó el mejor suplemento para el diario en el que trabajaba.
La vida, luego, lo enalteció con un nieto. Claro que le trasciende que sea de River, aunque comprende con certeza que también en fútbol las historias suelen ser circulares y que ese pibe tiene otro abuelo «cuervo» con similares pasiones, atribuciones y «derechos». Pero jamás abandonará su alma y su memoria, ese abrazo tras el domingo perpetuo en que su equipo ganó, por fin, el tortuoso asunto de la Copa, con su definición insólitamente exportada a un estadio estupendo pero de estirpe monárquica, cuando se trata del trofeo que homenajea a quienes liberaron América del yugo español. Abrazo único, irrepetible, con el triunfo ante Boca consumado. Abrazo silencioso que gritó un vendaval de pasión compartida.
Por todas esas cuestiones, por lo atrapante del juego, también por el festejo y su contracara, la desazón, y aun cuando en su detrimento, posea inmensos agujeros negros, intereses puercos, manos nefastas y hasta muertes que ocupan un segmento que sobrepasa al propio deporte, el fútbol es extraordinario.
Lo es por esos dos meses, por esos dos partidos. Por tanta pica entre hinchas de ambos, pero nunca por la violencia o el mal gusto. Por los que dejaron fortunas para ir hasta el Bernabéu. Por los locos que impulsan la idea de instaurar cada 9 de diciembre como el Día de la Corrida del Pity, una remake de aquella Palomita de Poy de los fanas de Rosario. Por esos 210 minutos anteriores de juego. Por esos dos hinchas de Boca que discutían si cabía mofarse de River, tras su papelón en tierras árabes, o si la caída en Madrid les cierra esa chance por un tiempo presumiblemente prolongado.
Por los que aguardaron horas en un tenso silencio el día de la trunca revancha en el Monumental, mientras ahí cerca un imbécil tiraba un botellazo criminal en una zona con pinta de haber sido liberada. Por los que abarrotaron La Bombonera, un día laborable, para entusiasmar a sus jugadores en una práctica. Por los miles que esta tarde harán vibrar el Monumental en una fiesta que promete superar lo esperado. También por quienes no pertenecen a la feligresía de los finalistas, que gozaron la historia, alejados de la pulsión «calamitosa» de perder o ganar en tal instancia suprema.
Y aunque tantas veces defenestrado por la intelectualidad, tal vez sea oportuno que ellos mismos, los intelectuales, expliquen el fútbol y su pasión. Por, caso Anthony Burgess, inglés al fin, dividía la semana en «cinco días para trabajar, el sexto para el fútbol y uno para Dios…». George Orwell, en cambio, argumentó en su desmedro que el fútbol «es como la guerra pero sin los tiros». Nick Hornby desequilibra: «Me enamoré del fútbol, igual que de las mujeres, de repente, inexplicablemente, sin crítica, sin pensar en el dolor». Albert Camus confesó: «Todo cuanto sé con certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol». Juan Villoro aclaró: «Lo más atractivo del fútbol se encuentra en su renovada capacidad de hacerse incomprensible».
Y una pintura final del uruguayo Eduardo Galeano que tenía 9 años durante el Maracanazo, dilema emblemático entre una fiesta majestuosa y su contracara dolorosa. En su biblia de la pasión futbolera, Cerrado por Fútbol, escribió: «Voy desde que era bebé. Mi padre me llevaba envuelto en frazadas. Ya era hincha de Nacional. Lo que cambió es que dejé de ser hincha fanático, aunque en realidad nunca lo fui: siempre sentía una bochornosa tendencia a aplaudir al enemigo, cuando algún jugador de Peñarol hacía jugadas magistrales como ocurría con Schiaffino, con Abbadie…».«