La primera edición de la Fortnite World Cup será recordada por los gamers que siguen el juego. Y por los argentinos, que descubrieron a Thiago «King» Lapp, el jugador del equipo 9z que, con apenas 13 años, finalizó en el quinto puesto del torneo y se alzó con un premio de 900 mil dólares.
¿De qué se trata el juego que hizo millonario al joven rey?
Muchos tiros, una pizca de creatividad y los bailecitos de moda. La adictiva ecuación que consagra el suceso de Fortnite, el videojuego online más exitoso del momento, no difiere mucho de la de otros entretenimientos globalizados, pero a diferencia de otros pilares de la diversión viral en la era de Internet y los dispositivos móviles, como el inocuo y frutal Candy Crush o la tierna realidad aumentada de Pokémon GO, aquí lo que hay son toneladas de armamento disponible. La veta constructiva de juegos como Minecraft se entremezcla con una línea argumental del estilo Juegos del Hambre: muchos participantes reunidos en un mundo virtual en el que hay que sobrevivir y, para ello, matar, aunque sin sangre, prolijamente invisibilizada. Un combo en apariencia inocente, condimentado con una estética de serie animada infantil y simpáticos pasos de baile (hasta Antoine Griezmann, el crack de Francia, ensayó uno para celebrar su gol en la final de Rusia 2018), pero que empieza a preocupar a los adultos por sus dosis nada pequeñas de violencia inmersiva y adicción.
Creado en 2017 por la compañía Epic Games, Fortnite tiene dos modalidades. La que se conoció primero es «Save the World», un juego colaborativo del tipo «shooter-survival», en el que hay que defenestrar zombis y protegerse de ellos a través de la construcción de fortificaciones. «Battle Royale», segunda versión de la saga, sigue la lógica de los juegos del género llamado «last man standing», donde hasta 100 jugadores se enfrentan unos contra otros hasta que quede uno solo, en un espacio cada vez más restringido.
El juego es gratuito y accesible a través de la mayoría de las plataformas. En poco tiempo estará disponible también para los sistemas Android. Lo consumen usuarios de todas las edades y los más fanáticos suelen destinarles un monto de dinero a sus avatares. Es que, a cambio de pequeñas sumas debitadas de la tarjeta de crédito, uno puede hacer más atractivo a su personaje, lo que en realidad no da ninguna ventaja en el desarrollo de las partidas. O sea, sólo se paga para «tunear» a los jugadores.
«Creció mucho el porcentaje de consultas para que presupuestemos computadoras que corran el Fortnite. Hoy todos lo están jugando en Play Station 4 o en PC. Los youtubers relacionados con el gaming alentaron mucho la masificación del juego», cuenta a Tiempo Esteban Luc, el dueño de Maximus Gaming, desde su local en Galería Jardín, sobre la peatonal Florida. Luc hace referencia a influencers como El Ninja, que tiene más de 15 millones de suscriptores en su canal de YouTube y cuyas partidas, grabadas en vivo, suman más de un millón de visualizaciones.
«Los juegos cambian todo el tiempo. Hay toda una industria detrás que piensa constantemente cómo diseñar estrategias innovadoras para mantener a los jugadores entretenidos. Al mismo tiempo, los profesionales del campo de la salud ponemos el foco en dos factores: la frecuencia y la intensidad que le aplican los usuarios», explica la médica psiquiatra Verónica Mora Dubuc. De estas dos variables dependerá cuán vulnerable es el sujeto, resume Dubuc, quien junto a otros expertos elaboró el documento «Cuando el juego se convierte en un problema», a partir de una investigación realizada por el Instituto de Juegos de Apuestas de la Ciudad de Buenos Aires. Del estudio, que tiene actualizaciones periódicas, no surge «el uso problemático de los juegos asociados a nuevas tecnologías como un problema importante dentro de la población adolescente», pero tampoco descarta su vinculación directa con otros síntomas, como insomnio o trastornos en la alimentación que pueden derivar en amenorrea o hipotiroidismo, entre otras complicaciones.
La sofisticada pieza creada por Epic Games no parece ni más ni menos nociva que otros videojuegos adictivos, pero entrega una combinación nueva: elementos de estrategia, divertidas coreografías y personajes que parecen sacados de películas de Disney, todo regado con toneladas de fusiles, rifles y granadas, que constituyen en definitiva el principal menú donde acuden los usuarios a «customizar» sus personajes, y hacerlos propios a fuerza de balas.
TYM, como se llama en Fortnite uno de los jóvenes usuarios consultados por Tiempo, tiene 20 años y juega hace unos cuatro meses. Ese período le bastó para saber que «es súper adictivo». «Está muy bien logrado. Desde que empecé a jugarlo me encantó. Por momentos se pone difícil porque jugás con personas que están hace más tiempo, pero a medida que le dedicás más tiempo, vas mejorando», cuenta.
«Antes no tenía muchas horas ocupadas y me la pasaba jugando. Ahora empecé a trabajar y no tengo tanto tiempo», detalla TYM, y agrega: «Juego apenas llego de trabajar. Le dedico unas cuatro o seis horas por día, lo que pueda. Después, me acuesto a dormir. Al otro día me levanto, voy a trabajar y así». El muchacho creó uno de los tantos grupos de WhatsApp donde confluyen los interesados en el juego. «Lo hice para que podamos ponernos de acuerdo y jugar al mismo tiempo en línea. Se puede hacerlo solo pero es medio aburrido. Es más divertido con más gente. En el grupo están mi hermano y mis vecinos», señala.
La psicoanalista Diana Litvinoff, autora del libro El sujeto escondido en la realidad virtual, no cree que el juego en sí sea peligroso. «Como toda actividad lúdica, un videojuego estimula. Hasta puede ser una forma de canalizar la agresión y favorecer el trabajo en equipo. Que sea masivo no me parece grave, eso no significa que el individuo salga a matar. Tanto un joven como un adulto no confunden la realidad con la fantasía», precisa. «Ahora bien, si un juego ocupa demasiado el interés o el tiempo de un joven o un adulto, este puede descuidar sus vínculos, estudios o trabajos, y ahí sí es riesgoso porque puede estar tapando un problema mayor», reconoce la especialista. Si el juego genera algún tipo de angustia, también sería negativo. Esto podría ocurrir porque «el individuo ya tiene tendencia a lo adictivo y en cierto momento de su vida, se refugia o se aferra al juego».
«Este tipo de juegos pueden constituir un peligro para aquellas personas que son vulnerables, como el que es propenso a caer en el alcohol, el tabaco o las drogas –resume Harry Campos Cervera, médico especialista en psiquiatría–. Ya hay una personalidad previa. A un chico solitario, con problemas de integración social, estos juegos pueden permitirle vincularse con un entorno, pero si se pierde el contacto con la realidad es contraproducente, porque esto funciona como un tragamonedas, programada para dar al usuario ciertas cuotas de gratificación.»
El problema no ha cambiado: es la adicción. Ocurre que la oferta de la industria del entretenimiento digital es cada vez más irresistible. «
La danza de los «héroes» llegó hasta el Mundial
Uno de los elementos virales de Fortnite es sin duda su colección de pasos de baile. Son 38, y buena parte de ellos están inspirados en bailarines reales o en escenas de series de tevé, y se retroalimentan con cientos de videos caseros subidos a redes sociales donde los fans de Fortnite prueban su habilidad para replicar la danza de los «héroes», como se llama a los personajes del videojuego más exitoso del año.
La viralización de estos bailecitos ha contribuido fuertemente al posicionamiento del juego, sobre todo a partir de la celebridad de sus cultores. En particular, muchos futbolistas han colaborado festejando sus goles. El más famoso, sin duda, por sus pergaminos deportivos pero sobre todo por la oportunidad elegida para hacerlo, es Antoine Griezmann. El delantero francés celebró el segundo gol en la final del Mundial ante Croacia con el Take the L, uno de los pasitos más difundidos de Fornite. De hecho, Griezmann ya lo había hecho luego de sus conquistas en el Atlético Madrid.
Los dance emotes (o emoticones bailables) generaron una verdadera fiebre en YouTube, con miles de videos de chicos y grandes intentanto emular el frenético balanceo de brazos del baile bautizado Backpack Kid, o los complejos pasos del Electro Shuffle.
Detrás de la pantalla
Santiago tiene 11 años y es fanático de Fortnite. Sus padres sólo le permiten jugar dos horas al día entre semana, de 19 a 21. El chico pasa ese tiempo junto a su «amigo de la Play», que tiene un nickname, como él, y al que no conoce personalmente. Bajo la estricta supervisión de los mayores, que advierten si chatea o no con desconocidos, Santiago disfruta del juego sin mayores riesgos. Sin embargo, el peligro siempre puede estar latente.
Es que si bien suele pensarse que el «grooming» es un delito que se concreta estrictamente a través de redes sociales como Facebook, la mayoría de los usuarios de videojuegos online de tipo colaborativo, como Fortnite, se da cita a través de cuentas en redes, grupos de WathsApp o foros temáticos en los que no se sabe realmente quién está del otro lado de la pantalla. Y de hecho, el propio juego constituye una vía de conexión con el resto de los jugadores, con quienes se puede chatear y comunicarse mientras se juega.
«Hay que trabajar mucho en la prevención. Es importante que los chicos no den sus datos y que no arreglen encuentros con extraños porque por más que los preadolescentes no se muevan de sus casas, Internet le puede abrir las puertas a cualquiera y dar acceso a sus mundos», explica la psicoanalista Diana Litvinoff, quien reconoce que de todas formas no se debe exagerar, porque existe una «confrontación generacional y muchas veces lo que es un simple juego en red, un adulto lo percibe como algo malo per se, porque ve a los adolescentes como excluidos o encerrados y muy entretenidos en lo suyo».
Desde el año 2013, en la Argentina se contempla como delito penal a la figura del grooming, que prevé desde seis meses a cuatro años de prisión al que, por medio de comunicaciones electrónicas, telecomunicaciones o cualquier otra tecnología de transmisión de datos, contactare a una persona menor de edad, con el propósito de cometer cualquier delito contra su integridad sexual.