Un verano, como medida, es un período muy largo de tiempo. ¿Quién puede experimentar algo muy lindo o muy feo durante tres meses? Podría tomar esta propuesta como un ejercicio cuentístico, inventar felicidades o disgustos sostenidos en un lejano estío, soltar mi imaginación en una prosa tantas veces frustrada, esa narración que siempre busco y nunca encuentro. Cómo me hubiera gustado ser cuentista o novelista. Pero lo lamento, no se me da la prosa y mi memoria es pésima. Ni siquiera selectiva sino inexistente.
Tengo una casa amplia. En el fondo hay un pequeño cañaveral, un ceibo, un árbol de limas, un rosal, dos jazmines, una santa Rita. Es un apartamento, pero me las arreglé para que haya fondo, como en la casa de mi infancia. Sólo faltan una higuera y un galpón, algo un poco más improbable. Llamo a mi mujer al trabajo, le cuento de este requerimiento de Tiempo y le pido ayuda. Me dice que invente. Me dice: qué fácil la tienen los periodistas, el entrevistado hace el trabajo por ellos. Yo los defiendo y me pongo en su lugar: una redacción calurosa, abulia, cero novedad, el verano pasando a un tranco lento. Me corta. Está en su media hora para comer. Mañana se va a Punta del Este, donde hay una sucursal de la empresa donde trabaja, y de vacaciones tendrá poco. Los dos estamos parcos. Anoche trasnoché con unos amigos. A mí me pesan las copas y ella hace un esfuerzo por no censurar mi conducta. Me queda el alivio de que le gustó la blusa y la chaqueta de jean que le regalé en Navidad. «