El 14 de marzo de 1978 una requisa brutal en el Pabellón Séptimo de la cárcel federal de Devoto, desplegada para castigar una ligera desobediencia de un preso (negarse a apagar el televisor la noche anterior fue la excusa que esgrimieron en aquel momento) desencadenó un infierno con el resultado de 64 personas muertas bajo el fuego, las balas y por el humo. Todas esas personas, de un solo lado: el de los presos. Ni un penitenciario rasguñado, quemado, o asfixiado, mucho menos baleado.
Ese hecho, sucedido en plena dictadura militar, a un mes y medio del inicio del Mundial que se jugó en y ganó la Argentina, en una cárcel manejada por el Servicio Penitenciario Federal, donde había alojadas más de 1000 presas políticas sin causa (las Milagro Sala de entonces), pasó a la historia como «el motín de los colchones», como si no hubieran muerto personas por acción de otras personas.
En 2014, la Sala I de la Cámara Federal de la Capital Federal nos dio la razón a un conjunto de sobrevivientes, familiares de víctimas y abogadxs querellantes, que reclamamos que ese hecho se considerara una masacre sucedida en el marco del plan sistemático de exterminio de la dictadura militar a todo tipo de desobediencia, protesta o intento de oposición a sus designios. La dictadura aplicaba en la cárcel las mismas políticas de terror que en cualquier otro territorio. Igual que en la calle, la fábrica, la escuela, el campo o la universidad, secuestraba, torturaba, mataba y luego, mentía. Llamaba motín a lo que había sido una masacre, como llamaba enfrentamiento con subversivos a lo que habían sido fusilamientos masivos a personas inermes, o aplicación de la «ley de fuga.»
La masacre de Pergamino repite aquellas prácticas, solo que hoy duran menos tiempo. Los familiares y sobrevivientes del Pabellón Séptimo debieron esperar 36 años para que algunos jueces escucharan lo que realmente había sucedido aquella mañana de horror. Hoy tardamos apenas horas en ver la captura de pantalla de un celular con un grito desesperado de un pibe de 18 o 19 años que le pide a su mamá que lo vaya a salvar porque lo van a matar.
Quienes trabajamos estos temas podemos parecer curtidxs. Oímos hablar de muerte, de dolor, de torturas, de encierro inhumano. Pero un nuevo relato, una captura de pantalla, imaginar a esa madre mirando esa imagen, impotente y dolida, una y otra vez, abre, como decía Girondo, las compuertas del llanto. Lloramos entonces a lágrima viva, mientras seguimos peleando para que no haya nuevas masacres, o al menos, no queden impunes.
* Integrante del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC). Autora de La vida como castigo, Masacre en el Pabellón Séptimo y Un partido sin papá.