Alejandra, Jorge, Angélica y Gonzalo son familiares de tres víctimas asesinadas a balazos. Los crímenes ocurrieron bajo los vientos políticos de tres gobiernos diferentes, pero las armas que los mataron pertenecían al mismo verdugo: las fuerzas de seguridad. La suerte de cada caso es dispar: uno prescribió y quedó impune; en otro hubo condena; y en el más reciente hay cinco prefectos detenidos. Si estos homicidios se hubieran cometido bajo el protocolo impuesto por la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, el Estado posiblemente los habría justificado.
Tiempo reunió a los padres de Christopher «El Bocha» Rego, a la madre de Florencia Alejandra Ramírez y al hermano de Lautaro Bugatto, para que expresen, atravesados por tan dolorosas experiencias, su opinión respecto de la modificación del «Reglamento general para el empleo de las armas de fuego por parte de los miembros de las fuerzas federales de seguridad», que los autoriza a disparar a matar en el marco de un amplio abanico de posibilidades que queda a criterio de los uniformados.
Autorizado a disparar en fuga
El Bocha fue asesinado en Nueva Pompeya el domingo 12 de agosto último tras esquivar un control vehicular de Prefectura. Esa madrugada, había salido de su casa de Parque Patricios para ir a buscar, a sólo diez cuadras de allí, a su mujer Luana y a su hijo de 40 días, Bastián, que estaban en un cumpleaños. El muchacho de 26 años se movilizaba en su camioneta Peugeot Partner. Aún no había terminado de pagarla ni había hecho la transferencia, por eso eludió el retén apostado sobre la avenida Amancio Alcorta.
«En cinco minutos estoy», fue el último mensaje que recibió Luana. El Bocha nunca llegó. «Cuando intentaron pararlo, se asustó, habrá tenido miedo de que le sacaran la camioneta porque no tenía los papeles encima, y siguió. De los ocho prefectos, uno empezó a correrlo y lo esperó a una cuadra, en la paralela. Le apuntaba a la cabeza», explica Jorge, el padre del joven. Se refiere al cabo segundo Pablo Brítez.
Las cámaras de seguridad registraron que Christopher «titubea, acciona los frenos y sigue; no se imaginó que lo iban a matar», agrega Jorge. Brítez lo ejecutó de dos disparos: uno en el cuello y otro por la espalda. La camioneta siguió unos 300 metros más, chocó dos autos estacionados y terminó su recorrido contra un poste. «Los otros prefectos pararon un remís y obligaron al chofer a que los llevara donde estaba mi hijo. Todavía estaba vivo. Convulsionando. No quiero saber lo que pensó cuando se dio cuenta de que se estaba muriendo. Ahí una prefecto de 21 años entró a la camioneta a buscar las vainas mientras el resto de sus compañeros retiraban los casquillos y borraban otras pruebas en el lugar del ataque».
Los efectivos no dieron aviso a sus superiores ni al Same, y cuando apareció la Policía de la Ciudad ante un llamado al 911 de un vecino, los prefectos dijeron que había ocurrido un accidente de tránsito. «El Hospital Penna está a cinco cuadras. Se dedicaron a limpiar la escena y lo dejaron morir», se lamenta Alejandra, la madre del Bocha.
Según reconstruyeron Alejandra y Jorge, los prefectos debían controlar los pasillos de las villas 21-24 y Zavaleta, a unos 300 metros de donde habían apostado el control vehicular. Los sospechosos argumentaron que no estaban allí porque solían ser agredidos por los habitantes de esos barrios. «Eso es mentira, si ellos hacen negocios con los transas de ahí. Eso lo saben todos los vecinos», insiste Alejandra.
Brítez, el principal acusado, primero se desentendió del episodio y luego, al enterarse de la existencia de los videos y otras pruebas en su contra, aseguró que disparó para disuadir al joven porque pensó que estaba armado. A instancias de la jueza Yamile Bernard y del fiscal Daniel Pablovsky, días después fueron detenidos los ocho prefectos. Entonces el Ministerio de Seguridad los separó de la fuerza, pero por no haber realizado el acta correspondiente. Cinco de ellos permanecen tras las rejas acusados de homicidio doblemente agravado.
«Brítez no sólo mató a mi hijo. Mató a toda la familia. Una parte de mi corazón murió con él. Sinceramente, mis otros dos hijos no dan más. Los dos intentaron suicidarse. La resolución que tomó esta mujer, Patricia Bullrich, es porque a ella no le pasó ni seguramente le va a pasar. ¿Cómo le voy a explicar a mi nieto que un policía que tenía que cuidar al padre lo mató?», se pregunta Alejandra y asegura: «Esta mujer dio licencia para matar a una policía que no está preparada. ¿Tengo que prepararme para enterrar a dos hijos más? Que vayan y agarren a los delincuentes. No a la gente que trabaja».
Morir en casa a los seis años
Esa edad tenía Florencia cuando fue alcanzada por un disparo en la cabeza, el 11 de julio de 2001. Veía televisión y estaba a punto de salir con su mamá, Angélica, a buscar a su hermana al jardín, cuando una bala atravesó la puerta. La nena se desplomó en medio de un charco de sangre, en su casa del barrio Loyola, en San Martín. Afuera, el oficial inspector Marcelo Daniel Pérez, de la Bonaerense, perseguía a tiros y de civil a un grupo de jóvenes que le habían quitado una cadenita de oro a un automovilista.
«Pérez entró a mi casa y vio a mi hija tirada en el piso. No me ayudó. Yo estaba embarazada de seis meses y no la podía levantar. Le decía que estaba muerta y él me gritaba que me calle la boca. Me puso contra la pared, y ahí creo que se dio cuenta de que estaba embarazada, y se fue», recuerda Angélica cada detalle, como si no hubieran pasado 17 años.
Dos días después, la chiquita murió en el Hospital Eva Perón. «Lo que más me duele es que entró a mi casa y no me ayudó. Después inventó que los vecinos lo querían linchar. Según me dijeron, de ahí se fue directo a hacerle unos disparos a su Renault Clio para decir que los delincuentes le habían tirado». Angélica y su marido, Juan Antonio, quedaron destrozados. Los años los pusieron frente a otro drama: la impunidad.
En 2005, el Tribunal Oral en lo Criminal 3 de San Martín absolvió a Pérez al considerar que actuó en legítima defensa. En 2008, la Cámara de Casación revocó el fallo al sostener que el policía había actuado con «impericia», e incluso los jueces Víctor Horacio Violini y Ricardo Borinski ordenaron dictar «una sentencia condenatoria». La defensa del sospechoso apeló a la Suprema Corte de Justicia bonaerense, y al fin la causa prescribió. «Ni siquiera le sacaron el arma. Lo último que supimos es que fue ascendido y que era comisario en Zárate. Seguimos pidiendo justicia porque Florencia no descansa en paz», dice Angélica sin resignarse, y se anima a pedirle a «la ministra que se fije antes de avalar que la policía salga a disparar como en este caso, porque esas personas habían robado sin armas, estaban corriendo, y el tiro, ese policía, se lo pegó a mi hija».
Matar un sueño
Lautaro Bugatto tenía 20 años y jugaba al fútbol en Banfield. El 6 de mayo de 2012, recibió un balazo por la espalda cuando estaba por subir a su Peugeot 206 junto con sus primos y amigos. Acababan de cenar en la casa de la madre de Lautaro, en Pedro Goyena y Monteverde, Burzaco, y minutos antes de la 2 de la madrugada se iban a bailar.
David Benítez, agente de la extinta Policía Buenos Aires 2, pasaba por la esquina en su Renault 12, custodiando al ciclomotor en el que, unos metros más adelante, circulaban su hija y su hermana. Cuando dos delincuentes intentaron arrebatarles la moto, no dudo en abrir fuego. Impidió el robo, pero hirió de muerte a Lautaro, totalmente ajeno a la situación. Sin hacerse cargo del error, Benítez amenazó a punta de pistola a los amigos, vecinos y hasta a la madre de Lautaro.
Tal como se comprobó en el juicio, el policía fue ayudado por allegados y otros agentes que adulteraron pruebas. En septiembre de 2014, el Tribunal Oral en lo Criminal 10 de Lomas de Zamora lo condenó a 14 años de prisión, aunque en el debate oral su defensa adujo que hubo un enfrentamiento armado y que Bugatto era uno de los agresores.
«Esa declaración fue algo totalmente irracional. Cómo iba a querer mi hermano robar una moto en la puerta de su casa. Lautaro estaba a diez días de debutar en la primera de Banfield. Había estado en Reserva y a préstamo y había vuelto a Banfield para cumplir su sueño», se enorgullece Gonzalo, el hermano de Lautaro, a quien lleva tatuado en su brazo izquierdo «porque es la única manera de extrañarlo menos».
En los tres casos, los sospechosos, pertenecientes a diferentes fuerzas de seguridad, quisieron modificar la escena del crimen. Si las ejecuciones se hubieran llevado adelante bajo el protocolo de Bullrich, los funcionarios judiciales podrían haberlos avalado. Gonzalo, que milita en el Movimiento Evita y estudia Derecho, piensa que la cuestionada norma va en línea con el discurso de la ministra «de que la Argentina es un país libre y que cualquiera puede armarse. Esto conduce a una guerra civil de pobres contra pobres. Porque el 85% de las víctimas de gatillo fácil somos personas humildes, de escasos recursos, pobres».
Los entrevistados coinciden en celebrar la medida cautelar que suspendió la aplicación de la resolución en suelo porteño. «Creo que es una medida política totalmente irresponsable, que habilita a la discrecionalidad de la policía, que se va a arrogar las funciones judiciales de procesar, enjuiciar, condenar y ejecutar a una persona», cuestiona el hermano de Lautaro, y se pregunta: «¿Con qué criterio se va a manejar la policía cuando sabemos que en muchos casos es la responsable de la comisión de los delitos como los desarmaderos, la cobertura a los narcos o la zonas liberadas para los robos?». «