Quien esto firma es alguien –digamos– bastante sano. Sin embargo, tres momentáneas alertas de salud, no graves (colon irritable, reflujo, bruxismo), concluyeron en un diagnóstico común: estrés.
En cada caso, más que tratamientos o remedios específicos me sugirieron, como si eso fuera fácil, cambios de vida. Mi médica de cabecera, y de mi corazón, me aportó su pensamiento acerca de esta amenaza moderna. Desde el punto de vista científico, afirma, el estrés es una reacción frente a una situación de peligro, algo que se percibe como difícil de resolver. Y más: una respuesta instintiva e incontrolable del cuerpo mientras se prepara para enfrentar un compromiso difícil. Ella sostiene que esta manifestación comenzó a trascender en los años ’70. Era relativamente lógico: había, entonces, que establecer distancia entre la feroz dictadura y la posibilidad de vivir y la chance de sobrevivir.
Aquel miedo, incluso difícil de catalogar, generaba estrés y pasado ese tiempo oscuro se instalaron, hasta hoy, otras situaciones límite, no tan aterradoras como las de entonces, aunque también provocadoras de este enigma de los tiempos contemporáneos: infortunio económico, falta de oportunidades, brutales desigualdades. El estrés que provoca el neoliberalismo es de los más incontrolables, en especial porque está sostenido por psicópatas. Nos estresó –¿o nos estrelló?– el macrismo con sus cuatro años de autoritarismo cheto. La desazón originó un impresionante menú de fobias.
Después, como si hubiéramos tenido poco, ascendió al podio el coronavirus. Los riesgos que atravesamos y, especialmente, lo mucho que perdimos durante la pandemia y que, sabemos, o intuimos, será imposible de recuperar, también fueron capaces de reiterarnos este malestar que, por lo general, ataca cuando el músculo no duerme lo suficiente y la ambición descansa mucho menos de lo necesario.
Allá lejos, cuando en los cien barrios porteños estaba vigente la popular mufa, le decían surmenage, aunque Palmiro Caballasca, delicioso personaje de la tira Señorita maestra explicaba el síntoma y sus propias limitaciones desde la frase «Me hirve la cabeza». Actualmente alcanza modalidades lamentablemente superadoras, con el burnout o síndrome del cerebro quemado o el estresazo plus que viene a ser el ataque de pánico.
Vivimos tironeados, exigidos, sometidos a presiones que le pasan a nuestro cuerpo facturas gigantescas, tan descomunales como las que tenemos que pagar de gas o de luz. Los expertos afirman que la excesiva atención a un mundo demasiado vertiginoso y difícil de entender por lo injusto, el bombardeo informativo y el desmedido contacto con la conectividad vacían la mente y hacen crecer los estándares de adrenalina. Hasta hace unos años, cualquiera de estas manifestaciones era atribuible a factores externos o de personalidad como la presión laboral o la ansiedad, al puro cansancio o a los nervios. Hoy casi todos esos caminos conducen al estrés, un daño psicofísico tan silencioso como el colesterol, tan indoloro como algunas afecciones graves o tan dañino como la depresión. El estrés es capaz de descalificar de la carrera vital y espiritual a muchos competidores. Este entrometido doblega, quiebra por sorpresa, manda a la lona con golpes arteros.
La casuística de este mal que por bien no viene es amplia, diversa y sorprendente. Ponernos locos para arañar lo inalcanzable provoca estrés, pero comprobar que, una vez más, tendremos que meternos las metas en el mismísimo objetivo también nos da estrés. Una ocupación laboral que nos disgusta acrecentará la posibilidad de padecerlo, tanto como las consecuencias de un desamor o cualquier clase de excesiva acumulación de desasosiegos, frustraciones y melancolías.
Uno, dos, estrés.
Caramba: resignarse suma estrés, pero fastidiarse más de la cuenta por lo que uno no pudo alcanzar en la vida, también aplica. Aunque digan que la plata calma los nervios, tener demasiada provoca estrés y contar moneditas también nos ultraja. Daña la abundancia, tanto cuanto hiere la carencia. Todo esto pasa en una Argentina subibaja que, como decía la inolvidable Niní Marshall, un día te empacha y al rato te aprieta de hambre. Hay estrés que parecen cuatro, cinco, o más. ¿Cómo decirle «Atrás, estrés» a este mal tan misterioso e inespecífico que se instala sin aviso previo, sin vómitos, sin fiebre, ¿sin gases?
Fórmulas no hay, y en ocasiones hasta los retiros espirituales o la polémica ciencia de la autoayuda se vuelven salvavidas de plomo. En tren de fantasear, ojalá pronto se pueda tener certeza estadística del estrés en sangre, como de los triglicéridos o la bilirrubina.
Mientras tanto, a volver a ser el pibe que fuimos, a no bajar los brazos, a elegir el amor sobre el odio como nos enseñaron las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo y a tirar pasitos porque el mundo necesita más cumbia. «