Hay veneno. En la tierra, en el aire, en el agua. En los campos y en los pueblos del sur santafesino. Lo hacen llover los mosquitos que fumigan los sembradíos de la soberana soja. Herbicidas, coadyuvantes, fungicidas, insecticidas. Eufemismos para no decir una palabra: veneno. Aunque los dueños de la tierra quieran esconderlo. Aunque el Estado mire para otro lado. Hay veneno.
“Parece Vietnam, nos rocían con los mismos tóxicos. Todo el modelo agroindustrial los usa. Nos enferman y matan en el campo. Pero también a la gente de la ciudad. El pan que comés, las hamburguesas de soja que te dicen que son saludables, todo bañado en veneno llega allá. ¿Quién se hace cargo?”, pregunta Gustavo Ludueña en el patio de su casa. El tórrido viento que sopla del norte no trae respuestas.
La mañana es diáfana en el paraje Los Pinos, un modesto pueblo cosido a la Ruta Provincial 18, a menos de 30 kilómetros de Rosario, en el sur productivo de Santa Fe. Esa gran llanura de las desgracias del glifosato.
Bajo un sol tremendo, el docente de 45 años convida un té y mastica bronca. El barbijo esconde una mueca amarga en su rostro. Ludueña hace memoria y cuenta que diez años atrás con su compañera dejaron la densa y gris Rosario. La idea era vivir cerca del verde, el aire puro, ese paraíso idealizado llamado campo. Terminaron en un verdadero infierno rural.
Ludueña es portador de un linfoma no hodgkin que ataca su médula ósea. Se lo detectaron a los 26 años, cuando trabajaba como agricultor en la localidad bonaerense de Máximo Paz: “Desde esa época estuve en contacto con agrotóxicos. Hice varios tratamientos, pero fumigan y me vuelve a aparecer la lesión. Algunas veces, antes de las fumigaciones, con mi compañera nos fuimos a Rosario a lo de unos parientes. Pero no siempre se puede. Los mosquitos pasan a metros de las casas. Es así en toda esta zona: Piñero, Álvarez, Villa Amelia, Pavón Arriba, Coronel Domínguez, Uranga, Acebal, Santa Teresa y muchos pueblos más. Hay enfermos en todos lados”.
En el libro Transformaciones en los modos de enfermar y morir en la región agroindustrial de Argentina, el Instituto de Salud Socioambiental de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Rosario da cuenta de unos 30 relevamientos sanitarios en pueblos y ciudades de la provincia. El panorama es dantesco: malformaciones congénitas, problemas respiratorios y pulmonares, enfermedades oncológicas, abortos espontáneos. Daños colaterales del exitoso granero del mundo.
“Me afectó en lo respiratorio, me enfermo todos los años. Hasta neumonía tuve. Imaginate que dormíamos con la ventana abierta y por las noches pasaba el mosquito a unos metros. Nos fumigaban”, explica Valeria Morera, la mujer de Ludueña, al tiempo que señala el mar de soja que nace a diez pasos de su casa. Un océano transgénico que llega hasta el horizonte y más allá.
La mujer acuna en sus brazos al pequeño Rafael, su hijo de siete meses. Recuerda lo mucho que costó gestarlo: “Todo esto afectó mi sistema reproductivo. Problemas hormonales. Menstruaciones abundantes, dolorosas, tortuosas. Hicimos tratamientos para concebir a Rafael. Tuve un aborto en época de fumigaciones. Hay vecinas que han tenido dos o tres. Estamos empezando a hacer un relevamiento para dejar testimonio”.
Ludueña y Morera dijeron basta junto a otros vecinos en 2018. La respuesta frente al venenoso modelo fue una semilla colectiva. Ponen el cuerpo en la Asamblea de la Ruta 18. Forman parte de Paren de Fumigarnos, una multisectorial con presencia en decenas de pueblos de la provincia. “Hicimos cortes y protestas –relata Gustavo-. Presentamos proyectos de ordenanza, porque la responsabilidad es política. Para que se enteren en las comunas, en la gobernación, el presidente. En la época de elecciones se los dimos a los candidatos a jefes comunales. Nos decían que no podían tocar el tema, que era ‘pianta votos’. Los ingenieros agrónomos de las comunas dicen algo parecido, que saben pero que es difícil hacer algo. Mientras, los dueños de la tierra nos aprietan y siguen tirando veneno”. Más de 500 millones de litros, según las organizaciones.
En estos años, cuenta la pareja, han logrado victorias modestas. Por ordenanza, la fumigación debe ser nocturna y a 100 metros del ejido urbano. Con el canto furioso de las chicharras como banda de sonido, Morera duda de la efectividad de la medida: “Cuesta pensar que el veneno no nos llegue, flota en el aire y un viento lo acerca. No podemos ni usar el agua. Sigue todo igual”. Su marido lo grafica con un macabro ejemplo: “El año pasado, una vecina de Álvarez descubrió de casualidad 30 y pico de bidones de herbicida tirados en el agua, en un canal que cruza el pueblo y desemboca en El Saladillo. Los productores hacen lo que se les canta. Tienen el visto bueno de los políticos de todos los partidos.”
Antes de partir, les pregunto por su futuro, si imaginan a Rafael creciendo en Los Pinos: “Estamos cortando clavos, con una duda eterna. Por eso nos juntamos con los vecinos. Hay muchos que enfermaron, se fueron a la ciudad. Ahora que está Rafa hay otra lectura. Pero queremos pelearla acá.”
Coronel “Mosquito”
Ni manso ni tranquilo. Así espera Carlos Kesler en la mañana campestre de Coronel Domínguez, población clavada a 18 kilómetros de Rosario. El joven se gana el pan en el “palo” de la informática. Vive hace seis años en el pueblo, pero lo conoce de muy pibe, cuando venía con sus viejos. “Cuando lo del veneno no se veía venir”, dice.
Nos conduce hasta la zona sur de Domínguez. La frontera entre la calle Cochabamba y las plantaciones de soja y lenteja. Menos de 20 metros separan a las casitas del campo labrado. “No se respeta la distancia de 120 metros y mirá lo que es la cortina forestal que separa al pueblo de las plantaciones. Un chiste. Lo dice la ordenanza, no se cumple, no es mi opinión”, marca Kesler. La plantación de árboles que sirve como barrera para alterar el flujo del viento y así proteger de los agroquímicos a los vecinos parece una broma pesada. Menos de una docena de flacuchos pinitos.
Según el joven, la leucemia, los problemas respiratorios y el cáncer a secas se han encarnizado con los vecinos de la calle Cochabamba. “En la frontera norte, donde hay una secadora, el drama es calcado. El tema es que el agrotóxico está normalizado. Los mosquitos dando vueltas por el pueblo a toda hora. Bidones chorreando químicos en las veredas o tirados en los contenedores de basura. Esa es nuestra normalidad.”
Kesler levanta temperatura cuando habla del rol del Estado. Los funcionarios que no funcionan: “Se llenan la boca hablando de buenas prácticas agropecuarias, puras mentiras. No hacen nada”. Más de una vez, recuerda, los vecinos han corrido a los mosquitos a los palazos, para evitar la llovizna infecta: “Es que te indigna. Pasan de día cerca de los pibes que están jugando. Querés frenarlos, evitar que abran los brazos mecánicos y empiecen a tirar veneno. Pero no podemos meternos en los campos, porque ahí vienen los problemas.” Cuando la propiedad privada está por encima de la salud de los seres humanos.
Eugenia es otra vecina de Domínguez. La cruzamos cerca de la secadora de granos. Denuncia la discriminación que sufren los que osan alzar su voz: “Pueblo chico. Te mira mal alguien en el almacén, porque el primo o el hermano es el empleado que fumiga. Es complejo. Hay que desterrar la idea de que nuestros pueblos viven sólo del campo. Son pocas las familias que tienen tierras. El resto no tiene nada. Se mueren fumigados para que esos poquitos hagan mucha plata.”
La posibilidad de muchas islas
La granja se llama La Carolina y está en Piñero. Es un islote agroecológico entre tanta tierra envenenada. La trabaja Martín Montiel, muchacho nacido y criado en estos pagos. En la recorrida muestra con orgullo los sacos de harina integral de trigo. “Cultivado, cosechado, limpiado y embolsado sin uso de tóxicos. Al revés del sistema industrial, que acopia millones de toneladas y les ponen gamexane. Después eso lo come la población”, explica Montiel.
Tienen vivero, huerta, pisadero de barro para bioconstrucción y hasta fabrican mermeladas. “Estuve del otro lado del mostrador, criaba cerdos en forma intensiva, con los malos del sistema agroindustrial. Esa espantosa lógica de contaminación y acumulación de capital. Cada vez somos más los que cambiamos”, dice. Hace 20 años, había sólo dos experiencias agroecológicas en el sur de Santa Fe. Hoy son 48.
Antes de decir adiós y cerrar la tranquera de La Carolina, Montiel deja un mensaje postrero: “La lucha contra los agrotóxicos no es solo de nosotros. Acá fumigan pueblos y escuelas. En Buenos Aires te fumigan el plato de comida”. «
Un fallo sin precedentes de la Corte
En diciembre pasado, la Corte Suprema de Santa Fe ratificó 1000 metros libres de agrotóxicos. En un fallo que sienta un precedente, el máximo tribunal provincial dejó firme un kilómetro de resguardo en la localidad de Zenón Pereyra. La ordenanza local establecía sólo 100 metros de protección, que incluso podían reducirse a cero con autorización de la comuna. Los jueces no solo establecieron una distancia de protección de 1000 metros, sino también exhortaron a la comuna y a los dueños de los campos a cumplir con la Ley Provincial del Árbol, que promueve la forestación en áreas rurales. Además, señalaron la necesidad de reorientar la producción hacia “otras explotaciones menos dependientes de agroquímicos, que superen la mirada extremadamente de corto plazo”. La Multisectorial Paren de Fumigarnos exige desde hace una década una ley provincial que priorice la salud, pero la Legislatura hasta hoy nunca lo trató.