Como si tuvieran vida propia, me circunvalan, me hacen luces, montoncito en el hombro, dos palabras, pasajeras frecuentes en la boca y en la mente de argentinos de los tiempos que corren. Una es rota, o roto y asociadas. Se la escucho decir a un economista aludiendo a la cambiante variable de consumo en los supermercados; un comentarista de fútbol afirma que el medio campo de los dos equipos está roto y por eso el partido se hizo de ida y vuelta; un crítico de teatro la toma para explicar que después de la mitad, la obra pierde interés y la dramaturgia se rompe en 20 pedazos.

La otra palabra es aguante, tan gritada desde gargantas con arena y desde muros de la ciudad. En ocasiones puede funcionar como un viva, un reconocimiento, un que no se caiga, un no te mueras nunca. Toda hinchada de fútbol intentará hacer honor al cantito “porque tenemo’ aguante…”, cientos de aguante sostienen al Hospital Garrahan en lucha o al cotidiano de cualquier barrio popular, esos territorios que tienen un master en aguantar carencias e injusticias. Hay emoticones que dicen Aguante, Diego y quien pase por el edificio de Charly García, en Palermo, descubrirá que, en la puerta de entrada, simpáticamente intervenida por cientos de fans, la palabra más repetida para el ídolo es aguante (por cierto: aguante García que esta semana cumplió 73 años). Las dos son palabras que llegan a dar y a pedir explicaciones. Veamos.

Hay un “efecto insulto” que baja desde la más alta autoridad del país y que en su camino va rompiendo tejidos que serán de difícil y costoso remiendo. Lo que se está desgarrando es el imprescindible pacto de confianza y respeto entre la ciudadanía y el poder. Desde su lugar de gestión, el presidente intercambió tonos desencajados con mandatarios y funcionarios de alto nivel de países extranjeros. No es lo que me preocupa. Son políticos, tienen diplomáticos, especialistas en el arte del birlibirloque y, seguro, sabrán como arreglarse entre ellos. Lo que me preocupa, y mucho, es cuando un “imbécil”, un “rata”, un “burro” (o “burra”), un “chorro”, un “degenerado” pega en la zona más sensible de artistas y científicos, de médicos y escritores, de maestros, profesores, periodistas y de todo aquél que piensa diferente. Porque cuando cualquiera de esos impactos verbales impacta en alguno de ellos, la ligamos todos. Sí, ya lo sé: hay expresiones mucho más crudas e hirientes, pero la discreta y arbitraria selección, obedece a que estamos en el horario de protección al lector.

En los meses recientes y, de a poco, pero cada vez más, la vida de millones de argentinos se convirtió en un aguante tiempo completo. Le pasa a niños y jóvenes tocados por la varita maldita de la pobreza. Cualquier jubilado y jubilada tiene escaso margen para aguantar y, entonces, como en el tango de Discépolo “sufre y se destroza hasta entender”. Hace unos días, la entrega de los premios Martín Fierro se convirtió en una fenomenal ceremonia del aguante al cine argentino, rodeado por todos los costados, desde el Incaa al Gaumont. Es de tal gravedad la parálisis de producción que muchos se preguntaban si en el 2025 habría suficiente cantidad de películas como para repetir un encuentro como el del pasado lunes 21. Y dudas semejantes se generalizan en cualquier sector productivo.

En 1975, tiempo de desintegración lenta pero segura del gobierno de Isabel Perón y de los trágicos procedimientos de la Triple A, Tomás Eloy Martínez publicó en el diario La Opinión un artículo memorable y que a casi medio siglo de su publicación guarda sorprendente vigencia. Interpretando un vasto sentimiento colectivo su título fue “El miedo de los argentinos”. En ese entonces le teníamos miedo a las metodologías parapoliciales y padecíamos las consecuencias del Rodrigazo (por el ministro de Economía Celestino Rodrigo, quien en apenas 49 días de mandato puso en estado de shock a gran parte del país). Hoy nos da miedo que no haya aguante para resistir el nuevo y desproporcionado ajuste y que la economía entre en crisis antes de fin de mes y que no haya chanchito para romper. En algún momento de los primeros cien días del actual gobierno una línea importante nos avisó: “Van a sufrir”, dijo. Lo que no se sabía todavía era que palabras de sentido intimidatorio se instalarían como disponibles para invalidar ideas, creencias, derechos adquiridos que muchos aprobamos, celebramos e hicimos propios. Y menos aún que mereceríamos gas pimienta por ejercer el constitucional derecho a la protesta, por abrazar cualquier espacio laboral fuertemente amenazado, por mirar y entender la vida desde otro lugar o por haber votado por el partido que perdió las últimas elecciones. En su texto, el autor de obras notables como Santa Evita y La novela de Perón decía que “cuando un Estado elige el lenguaje del terror destruye todo lo que les da fundamento a las instituciones”. Parafraseando, hoy se podría decir que “cuando un Estado elige el lenguaje del desprecio también destruye lo que les da fundamento a las instituciones”.

Habrá quien festeje ese estilo, y se ría. Ante cada insulto me sale el zurdo (peroncho, que soy, o de mierda, según quien me mire) y afianzo creencias de viejo cuño tales como que la justicia social es un bien necesario y de ninguna manera una aberración; que populismo es una bellísima palabra o que cuanta más presencia tenga el Estado más asistidos y protegidos viviremos. Y tantas más. Hay un dicho popular que dice que siempre habrá un roto para un descosido. ¿Qué pasa cuando un tiempo social empieza a superar el cupo de rotos y descosidos? Hoy, ese género social está representado por los que menos tienen y, a continuación, por esa clase social, a la que pertenezco, que supo tener un poco y a la que cada vez le queda menos. Unos y otros en la misma lona. Parece que desde el poder no se entiende bien que cuando, día a día, el espacio de vida y de realización se rompe, cualquier forma de aguante no será otra cosa que un aguantadero.