La sensación primitiva, de desconsuelo, fue la de cómo vivir sin señal de Internet y no morir en el intento.
Se fotografió en la cumbre de un cerro de la cadena de la Ventana, el Bahía Blanca, con el mismo orgullo y los dolores de cuádriceps que tendría si acabara de escalar el Everest. Todo a su medida y armoniosamente: lo aprendió del General. De ahí la comprensión de que esa aventura se condice con la cercanía geográfica, con la realidad individual, con la edad, con los kilos instalados en la cintura propia y con una voluntad física que también incluyen los fiambres serranos, los quesos saborizados y las cervezas artesanales que volvió a engullir la noche anterior al colosal cometido de treparse por las montañas.
Esas montañas que al abrirse forman un llano bien bajo, que da lugar a una villa muy coqueta, distinta verdaderamente a los barrios populares que, con la impúdica diferencia del desprecio, se califican del mismo modo. Esta villa se encuentra cercada por dos arroyos, es muy bella, sus calles de pedregullo atentan contra las suspensiones de los autos, y sus desniveles no sólo le agregan atracción al paisaje, sino que sumados a la inoperancia de las empresas de Internet, provocan que lograr un suspiro de wifi se convierta en un suceso tan trabajoso, extraño, en realidad, una peripecia ciclópea que se percibe más engorrosa que arribar tan exhausto como orgulloso a la cima de ese cerro que hasta un segundo antes era inalcanzable.
Tanto como ese hilo de Internet dominado por caprichosos vientos. Así que el celular carga un mensaje de ws por noche, si es que lo logra. Siempre aleatorio, sin la posibilidad de una explicación racional. Sí, por supuesto, ahí también hay una sustancial e indisimulable injerencia de la edad…
La cuestión pasa por la desesperación por la ausencia de señal, la sensación de orfandad informativa, de no poder joder al familiar que quedó a cargo de alimentar al gato, de no hablar con el nieto, no recibir miles de mensajes intrascendentes y tampoco algunos pocos interesantes, o no ingresar a ninguna red social. A ninguna. ¿Es para toda la vida? De ningún modo. Sólo será por esos siempre escasos días de vacaciones. De eso se trata: un descanso, invariablemente breve. La reflexión, la puesta a tierra, permite un cierto alivio. Poder llenar los pulmones de un airecito que empuja la angustia tecnológica al carajo.
Pero solo por un rato, eh.
En el peor de los casos, por unos días. Hasta que otra vez la ruta nos devuelve al cemento, al calor insoportable, al tránsito tan atestado de camiones -una invitación a circular por el precipicio de los accidentes-, al precio del combustible y todos lo demás precios, a las voces que se extrañan y las que provocan náuseas, al wifi al alcance de la mano. A las noticias cotidianas que revuelven las tripas. ¿Milagro sigue presa?
Aunque, para llevarla mucho mejor, por los parlantes de la radio aparece una voz brillosa, apenas raspada por los años. Estela va por los 91, y como anuncia nuevas inquietudes de las entrañables Abuelas, admite que en la mesa directiva quedan tres de ellas -los años, los achaques, la vida-. Pero lo dice con la misma alegría que hace muchos años le contó a quien teclea estas palabras con qué pasión y esperanza buscaba a su nieto Guido, al que un tiempo después pudo hallar. Con la misma algarabía intrínseca, la mirada afirmativa de siempre, la lucha perenne, las convicciones intactas que dan un mazazo a quien pueda osar alguna duda, algún bajón, algún desvarío. Más aún si se produjo por tema menor como es el regreso al cemento.
La radio también escupe la reflexión de Iván Noble, elemental, pero provoca la inquietud de rubricarla al pie. «No disfruto la música de L-gante, vengo de otro palo. Pero cuando leo a sus enemigos y detractores… me compraría todo sus discos». Al pibe lo ataca una manada de periodistas que compite entre sí para ver quién es el más ridículo, aunque no llegan a empardar al esperpento de conductora que cometió el acto delictivo de fomentar el dióxido de cloro en plena pandemia. Basta conocer a los enemigos para confirmar la banda que se prefiere integrar más allá de la empatía que se sienta por la producción del chico cumbianchero.
En la misma emisora, de inmediato explican que una Pato (rara conjugación de género narrativo) se embarró las patas en un show de rock. Claro, de un rock siglo XXI, la contracara de su génesis, que mantiene la inexorable rebeldía pero detenida y sustentada en el snobismo, las cuentas bancarias desbordantes y los acordes con que no acuerda este periodista entrado en décadas, que intenta mantener la mente abierta.
No siempre se logran los objetivos, se sabe…
El wifi funciona razonablemente en la pc que registra estas reflexiones escritas al correr del teclado. También el parlante del que salen las cavilaciones del Kun Agüero respecto de qué hacer con impuestos que apenas rascan astillas de las grandes fortunas y que equivalen, para los que menos tienen, a comer todos los días. Cuando le funciona bien el servicio de Internet (también al Kun engrupe la servidora hegemónica) ofrece sus pensamientos, que devoran millones. Tal vez ninguno le advierta que una actitud como la de Carlos Tevez, que se niega a pagar el impuesto a las grandes fortunas, es tan rastrera como propia de un desclasado que vuelve a jugar a la pelota al Fuerte Apache, pero no ve más allá del parabrisas de su súpersport. ¿Sabrá Kun que en el mundo el 10 % más rico tiene el 76 % de la riqueza, entre otras desigualdades flagrantes, y que de lo que se habla es de una “distribución más equitativa”? Nada más ni nada menos.
Un poco de solidaridad, elemental. Como la que tuvieron las putas de San Julián. Este jueves se cumplió un siglo redondo. Consuelo García, Ángela Fortunato, Amalia Rodríguez, Paulina Rovira, María Juliache y Maud Foster rajaron a escobazos del prostíbulo La Catalana a un grupo de militares fusiladores, represores de la huelga de los trabajadores agrarios, al grito: “No nos acostamos con los asesinos”.
Son esas historias que elevan el espíritu y la dignidad, casi, casi, hasta la cima del cerro Bahía Blanca. «