Tuvo cuatro hijos, escribió más de una decena de libros y, si no árboles, plantó miles de semillas de ejemplos éticos, de idealismo y de coherencia. Hubiera querido vivir cien años, según le confió en 2016 a Silvina Friera en Página/12.Todo lo que nos ha legado representa un honor equivalente a mucho más de la edad a la que quería llegar: libros de investigación de características únicas; una tarea intelectual sobresaliente caracterizada por su vocación impugnadora, de origen libertario y de naturaleza pacifista; iniciativas que en muchos pueblos del país posibilitaron el cambio de calles llamadas Roca por el de Pueblos Originarios; el homenaje en vida de que montones de bibliotecas populares lleven su nombre. Quedaron para algún tiempo, que, tengamos fe, llegará, ideas luminosas como llamar Roberto Arlt a la autopista general Ricchieri o Mártires Obreros a la calle Ramón Falcón. Implacable con los represores, Bayer fue en cana por más de dos meses en 1963 cuando lanzó la idea de que el pueblo de Rauch (llamado así en memoria de un militar alemán que perteneció al Ejército argentino y participó en la llamada Conquista del Desierto) debía llamarse Arbolito, el cacique ranquel que lo decapitó. Imaginen: en ese momento el ministro de Interior era un descendiente de Rauch, de su mismo apellido.
Osvaldo fue un infatigable cronista de las inequidades y de los despojos, un compañero de los históricamente despojados, un defensor ardiente de los DD HH y de los pueblos originarios y un objetor de los autoritarismos. Por esto último, su hijo Esteban, en una despedida preciosa, desliza la presunción de que, más allá de los designios de la biología, se fue agobiado por lo que nos circunda, vencido por la realidad. «Ya no tenía explicaciones por lo que leía en los diarios y escuchaba en las calles», escribió. Elijo sólo unas misceláneas de su apoteósica vida.
* Vivía en la calle Arcos, a metros de Monroe («Belgrano C, profundo, barrio de alemanes», me ilustró en una ocasión. Fue más allá: «Cuando querían ofendernos, otros chicos de la zona nos decían ‘Alemán, culo de pan’. Muchas veces me agarré a trompadas por eso»), en una casa humilde, de dos plantas en cuyo frente ostentaba una doble característica: un mural muy colorido que permitió realizar a un colectivo de arte y sobre la puerta de entrada un cartel fileteado: «El Tugurio», palabra a la que el diccionario define como choza o habitación pequeña, mezquina, miserable. Hace tiempo, con el humor que lo caracterizaba, otro Osvaldo, también escritor notable, el gordo Soriano, bautizó de ese modo a esa casa habitación, también biblioteca, archivo, centro de documentación y museo. Cuando vio el mural en el frente de su casa dijo: «Ojalá que quienes pasen, y lo vean digan, ‘Seguro que ahí viven pibes'». Acertarían. Era 2014 y ahí vivía un joven de 87 años. En ese barrio, Bayer no descansaba nunca. En compañía salía a pintar sténsiles en las paredes, cuyo motivo era un Julio Argentino Roca que se caía del caballo. En soledad, tocó infinidad de puertas pidiendo la donación de llaves de bronce en desuso que se juntaban para que el escultor Andrés Zerneri terminara en la ex Esma, lo que había sido otra de sus ideas, el monumento a la mujer originaria.
* Hace unos cuantos años, la Editorial Planeta, en el marco de una entrega de premios, juntó a Bayer con Félix Luna como reconocimiento a su tarea de historiadores. Ya en el escenario, ante cientos de personas, se chumbaron como dos cascarrabias. Bayer dijo: «Él patea para el norte y yo para el sur». Luna retrucó: «Detesto las opiniones de Bayer». Pasado el chisporroteo se me ocurrió juntarlos para reflexionar sobre las antinomias argentinas. Aceptaron: el diálogo, riquísimo, salió en una revista que ya no existe. Bayer se justificó diciendo que lo suyo había sido «un chiste alemán, que en si mismo son bastante malos». Luna le recordó que en Todo es Historia Bayer había publicado sus primeros artículos. Las acusaciones y diferencias no se apagaron. «Luna es un divulgador inmenso, pero tiene una interpretación conservadora y liberal. Tenemos muchas diferencias en cuestiones como las huelgas patagónicas, el rol de Yrigoyen en ellas, su influencia sobre el represor Varela y, principalmente, sobre la figura de Roca, que fue un tipo mucho más pérfido de lo que Luna describe en su libro». Luna se defendió pero también reconoció que cuando se enteró de que por las amenazas recibidas de la triple A por su participación en la La Patagonia rebelde, Bayer debió irse del país, ese fue uno de los días más tristes de su vida. De aquella juntada no salió un acuerdo definitivo, pero al menos Luna aceptó retirar la palabra «detesto» y Bayer reconoció que escuchar el tema (de Luna y Ariel Ramírez) «Alfonsina y el mar» le provocaba, siempre, una honda emoción.
* En 2012 la productora El Hilo (Pablo Camaití/Federico Randazzo) realizó para Encuentro un ciclo entrañable: «Mundo Bayer». Dos temporadas, ocho especiales. De un modo libre y desprejuiciado, profesional y lúdico, Bayer enfrentó a la cámara y a las exigencias de una producción moderna y audaz. La locación era un amplio galpón en donde, además de contar aspectos de su vida, apareció escuchando temas de Corsini, recordando tiempos infantiles pateando una pelota, calzándose una máscara de luchador mexicano, preguntándose por qué un billete llevaba la efigie de Roca o reconociendo que cada noche lo ayuda a conciliar el sueño imaginar que llega volando Marlene Dietrich y lo besa en la frente. También se filmó dentro de «El Tugurio», en las calles y en Berlín, donde él vivía parte del año. La serie, que cada tanto vuelve a exhibirse, capturó de modo impecable aspectos esenciales de su forma de ser y actuar (el investigador de la historia, el periodista, el militante, el hombre político, el ciudadano comprometido, el denunciante). Hay un momento que sintetiza parte de la cosmovisión de Bayer, algo esencial a su mundo: cuando, caminando, llega hasta frente al monumento ecuestre a Roca, en Diagonal Sur, le manda por lo bajo «Buey Corneta», hace los cuernitos hasta lograr que el caballo se despegue de su base. Ahí, Bayer, ligeramente sonriente, se da la vuelta y se aleja, satisfecho.
* En estos días, preparando este texto, vi completa esta serie (gracias, María Rosenfeld), leí textos de Soriano, Ulises Gorini, Julio Ferrer, el del exilio que escribió junto a Gelman, vi Cuarentena, documental de Carlos Echeverría, fragmentos de Awka Liwen, Fútbol Argentino, lapsos de La Patagonia rebelde y, claro, varios de sus libros, entre ellos el que desde su título (según Soriano) define mejor su personalidad: Rebeldía y Esperanza.
Tengo la seguridad de que los grandes, como Bayer –justo el mismo día que él se fue otro personaje sustancial de la cultura, Jaime Torres– sólo se ausentan físicamente y que los sobreviven las razones valederas, como es su obra. Que, para no perderse nada de él, es adonde tenemos que volver. Porque, recuerden, si es de Bayer es bueno. «