“La muerte no es un tema de verano” sentenció el director de una revista en una reunión de sumario mientras crujían las entrañas del viejo aparato de aire acondicionado en un esfuerzo inútil.
Poco después, en ese febrero ardiente, era asesinada Alicia Muñiz y, unos días más tarde, perdía la vida Alberto Olmedo en un marzo incipiente y caluroso. Paradójicamente, ambos murieron en La Feliz.
Pero es bien sabido que no siempre la realidad tiene fuerza de demostración y que, frente a una idea preconcebida, la irrupción de lo real a veces no resulta más que un inconveniente molesto. En las páginas de aquella publicación y en las de tantísimas otras, el verano seguiría siendo la estación de la felicidad, una felicidad inmutable capaz de convivir con las imágenes obscenas de la desgracia en la que se regodean ciertos noticieros televisivos.
Es que la dicha del verano es, en parte, un invento del periodismo, por lo menos de ese periodismo que se encarga de mostrar casas en Punta del Este, mujeres glamorosas, divas televisivas que derrochan felicidad en sus mansiones playeras, empresarios cansados de descansar en paraísos privados mientras alaban ante la prensa el valor de la cultura del trabajo, parejas farandulescas que exhiben su felicidad en cámara o que hacen de sus desavenencias conyugales un espectáculo “re-divertido, ¿viste?”. La pantalla plana del verano todo lo engulle, todo lo metaboliza hasta convertirlo en intrascendencia estival.
Claro que el mito de la dicha veraniega también tiene un origen más plebeyo. En 1945, Perón estableció el derecho de los trabajadores a las vacaciones pagas, los sindicatos comenzaron a construir sus propios hoteles y la “Biarritz de Sudamérica” fue invadida por la chusma. Así fue como las clases altas, horrorizadas ante el hecho de que también los pobres buscaran la felicidad bajo el sol, se desplazaron hacia destinos más exclusivos. La gente apiñada en la Bristol con el mate, el termo y el sándwich de milanesa pasó a ser la postal de la felicidad obrera, tanto más feliz cuanto que era una felicidad flamante, recién estrenada.
Cualquiera sea la clase de la que provenga, la dicha parece ser una cuestión estacional. Vivaldi se habrá dedicado con igual talento musical a las cuatro estaciones, pero lo cierto es que el verano no es una estación más, es “la” estación del año. De hecho es la única que “estalla” en la pantalla de Crónica, la única que posee bienes de las que las otras carecen: la dieta del verano, el romance del verano, el hit del verano, las ondas del verano, el escándalo del verano, el trago del verano, y hasta los libros del verano. Curiosamente, nadie promociona libros para la melancolía otoñal ni para la insoportable tristeza de los domingos de invierno. Los estados de ánimo que bajan de los 20 grados centígrados tienen mala prensa. Es posible que se diga que la alegría es brasileña justamente porque las playas de Brasil son más cálidas que las nuestras. La felicidad aumenta junto con la temperatura, siempre, por supuesto, que se tenga el agua cerca o, por lo menos, aire acondicionado.
El verano es la estación de los cuerpos, tanto de los que se esculpen pacientemente durante todo el año para ser exhibidos en la arena, como de los que se muestran a regañadientes o se disimulan porque no coinciden con los cánones de belleza instituidos. Lo cierto es que en la parcial desnudez que nos impone, el verano nos devuelve un pedacito del Paraíso perdido, nos remonta a ese tiempo en el que Adán ni siquiera usaba la hoja de parra porque la vergüenza aún no estaba inventada.
Estación de las vacaciones por antonomasia, suele ser nuestra Disneylandia privada. También los adultos necesitamos de las historias fantásticas, de los mundos donde todo es posible. Por eso, cuando el calor comienza a apretar en la ciudad, los movileros se instalan en las terminales de micros de larga distancia y entrevistan a los inminentes viajeros como si estuvieran por partir de Cabo Cañaveral hacia el espacio. Viajar es salir a la aventura, aunque solo se recorran unos pocos kilómetros. Eximidos de la rutina del trabajo por unos días, en nombre de la libertad nos forjamos otra rutina diferente, pero rutina al fin. En la época en que no se conocían demasiado los efectos nocivos del sol sobre la piel, por ejemplo, broncearse era una especie de mandato bíblico. Volver tostado era la certificación de que nos habíamos ido de vacaciones y la palidez, un signo inequívoco de nuestra incapacidad para disfrutar de la vida. Ir a la playa era una obligación moral y parece que lo sigue siendo, a juzgar por las fiestas que se organizan al atardecer en ciertos lugares de veraneo, todos amontonados en la orilla y sin barbijo en una lucha denodada por burlar al virus que pretende impedirnos disfrutar de la dicha del verano. Desde que la autoayuda ha dicho “Sea feliz. Es una orden”, muchos lo han tomado al pie de la letra y se empeñan en que sus vidas se parezcan cada día más a un aviso publicitario. El derecho a la frivolidad parece ser uno de los regalos que nos hace el verano, incluso si a nuestro regreso nos espera un ventilador asmático y los cortes nos privan no solo de la electricidad, sino también del agua.
Si nacer es “dar a luz” quizá el imaginario del verano sea tan potente porque bajo la luz del sol estival tengamos la sensación de volver a nacer un poco.