Una tarde de principios de los ’60, en los brazos de su pequeña dueña, la sonriente Rayito de Sol dejó de hablar. Los padres de la nena le cambiaron la pila, pero no pasó nada. La beba de plástico seguía muda. Ese fue el primer caso que tuvo que atender Sofanor Julio Roldán. «Me la trajo una vecina. Era una muñeca de industria nacional, pero tenía un mecanismo japonés –recuerda el hombre de peinado beat algo canoso, sentado en el ambiente principal de su taller–. La desarmé y le arreglé los contactos. Una cirugía menor.» Al salir del improvisado quirófano, la Rayito, resplandeciente, había recuperado la palabra. Con dos de sus empalagosas frases pregrabadas, certificó su buena salud: «¿Te gusta mi nuevo vestido? ¡Vamos a la plaza!» Al joven Roldán se le dibujó una sonrisa. Había descubierto su vocación. Un oficio para toda la vida. Sería «doctor» de muñecas.
Tenía apenas 15 años. Cordobés, había llegado a Buenos Aires de la mano de un tío, a finales de los ’50. “Nací en Tulumba, pleno campo y sierra. Ranchito con techo de paja y suelo de tierra», dice con tono campechano y deja ver sus manos curtidas. Con esas manos fabricó sus primeros juguetes campo adentro. Recuerda que no le gustaba jugar con la gomera. Julito prefería forjar muñequitos de adobe.
Por aquella reparación inicial, decidió no cobrarle ni un peso a su vecina. La señora le pagó recomendando sus virtudes en el barrio. Dos semanas después, cuatro o cinco heridas damiselas esperaban su turno en la mesita de luz del joven galeno. «Desde que arranqué me hice llamar doctor, porque ese es mi trabajo –dice Roldán, ataviado con un inmaculado guardapolvo–. Esta es una auténtica clínica de muñecas. Ellas tienen que ir al médico, como los seres humanos.»
En poco tiempo y a pura maña, supo ganarse su lugarcito en el gremio. Su formación profesional la completó con el gran maestro Betancourt, figura capital en el arte de resucitar juguetes. «Fui su aprendiz. Pasaba a buscarme en su Renault Gordini y me llevaba al taller que tenía en Lugano: un galponcito al fondo de la casa, con todas las piezas ordenaditas. Casi una terapia intensiva.»!
Con Betancourt aprendió los secretos de la reparación y las particularidades de cada ejemplar. La anatomía, los materiales, la diversidad de pegamentos y hasta el devenir de las modas. También el código ético profesional: «Me dijo que chicos iba a haber siempre, por eso nunca iba a faltarme laburo. Con él entendí sobre todo que la muñeca es un regalo muy particular, que se queda grabado para siempre en la memoria de los más chiquitos, que es un miembro más de la familia. Sé que arreglo muñecas, pero en el fondo, mi oficio es recuperar valores afectivos”.
Muñecas bravas
En su clínica de Venezuela al 3700, pleno barrio de Boedo, hay pilas y pilas de muñecas y muñecos. De plástico, de silicona, de porcelana, de trapo, de madera, rubias, morenas, pelirrojas, italianas, alemanas, argentinas, inglesas, japonesas, Piel Rose, Rayito de Sol, Yoli-Bell, Shirley Temple, Gracielita, Marilú, clásicas, modernas y también decimonónicas.
Cada una guarda una historia. Cuenta Roldán que muchas huyeron de las guerras, padecieron migraciones forzadas y atravesaron océanos para hacerse la América. De repente, posa su mirada en una blonda Lenci italiana que atesora en su caja original y reflexiona: «El otro día vi una foto de una familia africana que intentaba llegar a Europa en balsa. La mamá, el papá y una nena. ¿Sabe qué llevaba la nena en sus manos? Por supuesto, una muñeca. Usted no se puede imaginar el valor afectivo que va a tener ese juguete en el futuro. Por eso siempre digo que el secreto de este trabajo es el amor. El amor que le pongo para revivir un tesoro familiar».
En el consultorio duermen la siesta varias bebotas de más de 30 abriles. También muñecas de belleza eterna que superan el siglo de vida: «Esta de flequillo es francesa y tiene 105 años. Mire esa carita, esa expresión, la boca abierta. Los franceses exploraron el camino de la calidad y el detalle. Los alemanes son maestros en la porcelana. Y crearon los malcriados, otro clásico». Casi sacados –pero esto Roldán no lo dice– de una película de terror.
El trabajo de don Julio es variopinto y, sobre todo, muy detallista. Implanta pelucas sedosas, cambia ojos radiantes, recauchuta piernitas y bracitos y tiene destreza para tratar las diversas parálisis que aquejan a sus pacientes.
«No hay dos muñecas iguales –asegura–. Siempre tengo que pensar cómo solucionar cada rotura y eso me mantiene ágil. Hay veces que no le encuentro la vuelta y me voy a casa con el trabajo en la mente. Por ahí me tiro a dormir y sueño cómo arreglarlo. Esto tiene mucho de creativo, pero también de magia.»
Esta tarde, Roldán dedicó largas horas al trasplante de los ojos de vidrio color ámbar de un ejemplar de bebote germano. De paso, aceitó el mecanismo que le permite abrirlos y cerrarlos. El profesional prefiere respetar a rajatabla el diseño de fábrica de cada variedad. Aunque, muchas veces, su sello de autor se filtra en las curaciones. Como médico, respeta el juramento hipocrático, pero también es un eximio artista.
De las miles de pacientes que pasaron en los últimos 50 años por su consultorio, el doctor Roldán no duda ni un instante a la hora de elegir a su fetiche: «Hace un tiempo me trajeron un autómata francés de mediados del siglo XIX. Tenía una finísima cabecita de porcelana y un vestido de terciopelo. En las manos sujetaba un peine y un espejito. Por dentro era como un humano, pero en vez de venas tenía alambre y una cajita musical. Lo trajo una señora, era de su madre. Fue un laburo difícil, de varias semanas. Al final, volvió a la vida. La dueña no lo podía creer. Para fin de año, me regaló dos botellas de champán.”
¿Y si hacemos un muñeco?
La obra cumbre de Roldán brilló en mil y un escenarios de nuestro país. El doctor cuenta que tuvo el honor de clonar a quien, para muchos, es el muñeco más famoso de la historia argentina: Chirolita. «Vino Chasman a la clínica y me comentó que andaba necesitando un muñeco suplente. Me dijo que con los viajes y el ajetreo, el Chirola original andaba medio descajetado. Me mandé a laburar de una”, recuerda el tordo.
La tarea fue titánica, digna de Geppetto. Casi un año de frenético trabajo para darle vida al personaje: «Primero elegí el torso. Un modelo Jumeau francés al que le serruché la espalda. Le puse una cabeza alemana y le agregué un palo de escoba para manejar los movimientos. Y una peluca rubia. Cuando lo probó Chasman, no lo podía creer.» El sueño del ventrílocuo hecho realidad. Roldán muestra las fotos y no hay dudas. Chirolita luce rejuvenecido, atlético y hasta más pintón. «Creo que ese muñeco, por su agilidad, le dio una vuelta de tuerca al show. Cuando murió Chasman, vinieron de la asociación de ventrílocuos a preguntar si sabía dónde estaba el muñeco. Pero lamentablemente no sé nada.»
En estos tiempos de juguetes descartables y pasatistas, el doctor Roldán no se ensaña con el avance tecnológico. «En realidad, esas cosas me favorecen. Porque estas muñecas que me rodean son eternas. Si va a una juguetería, se puede comprar una muñeca china por dos mangos. Pero en el fondo son un curro y encima hacen mal a la salud. Estas muñecas guardan historias. Historias de afecto. Y eso no se puede comprar.» «
Estereotipos de género
Las muñecas han sido siempre el eje central de la discusión respecto de los estereotipos de género existentes alrededor de la industria del juguete. Un informe del Centro de Economía Política Argentina (CEPA) revela que el 40% de la oferta de juguetes para niñas está asociado a tareas de cuidado, hegemonizado por las líneas de bebotes. Para los varones, los regalos más habituales se vinculan a la actividad deportiva (30%) y a la violencia (26%). El estudio destaca el concepto de «impuesto rosa»: «Ante dos productos iguales, la versión femenina suele ser más cara».