La premura es mala consejera. Y si se es turista, más. Ni qué hablar con hijos a cargo. El punto aquí es que había que cumplir la promesa de pisar África, el Magreb: desde Sevilla no resultaba mucho esfuerzo llegar hasta Tánger, Marruecos. La calma podría haberme ganado en Algeciras (punto extremo de España y cruce obligado), pero había que demostrar arrojo (ante los hijos uno siempre debe mostrarse tan osado como cauto) y decidí tomar el primer buque que saliera (en pocos minutos, sino había que esperar más de tres horas). Iba a Ceuta; de allí tomaría un taxi a Tánger.
Lo que no sabía y me enteré en Ceuta era que el taxi debía tomarlo del lado marroquí. Así que nos dispusimos a cruzar la frontera
a pie. Ya casi no quedaban en mi mente imágenes de la película Expreso de medianoche, pero aquella frontera me las hizo recordar.
La gente, toda muy educada y limpia, pero eso no me tranquilizaba. Un señor en la Aduana hacía todo a mano. Miraba papeles, los escribía, sellaba. Miró los tres documentos a gran velocidad hasta que preguntó -en español perfectamente entendible- por mi trabajo.
-Periodista -no tuve peor idea como respuesta.
-Y de qué, dónde, cómo
-No, no, acá no, en Buenos Aires, Argentina.
-Ah, Messi, San Lorenzo -respondió el buen señor que el año pasado había recibido a miles de cuervos por el Mundial de Clubes.
Desde que andaba bajo las tribunas de madera del Viejo Gasómetro no recordaba una simpatía tan grande por los colores azulgrana.