La grúa hunde sus dos dientes afilados bajo el puesto 84. La veterana casilla de la feria de libros, revistas y discos del Parque Rivadavia se entrega mansa a los empleados del Gobierno de la Ciudad. La batalla para mantener su espacio original, que ocupa desde hace décadas, está perdida.

«Se lo resumo en dos palabras: absoluta tristeza, eso es lo que sentimos hoy», dice, apenado, Fabián Torres, curtido vendedor de exquisitas obras literarias y delegado de los feriantes. Desde el año ’90 se gana el pan en el parque, en el puesto 97, reubicado precariamente sobre la avenida Rivadavia desde el último y auténtico día de miércoles.

Con paciencia infinita, Torres desembala, limpia y acomoda unos textos clásicos de Walter Benjamin, Pasolini y Bukowski sobre los estantes. «Esta es una mudanza distinta, que nos mueve todo: la estructura de laburo, pero también nuestra relación personal y afectiva con el parque. Hicimos de todo, la verdad: juntamos más de  5000 firmas, hicimos un festival, fuimos a ver a la gente de Patrimonio Histórico, convocamos a las organizaciones vecinales, hablamos con S.O.S. Caballito, pero no hubo caso. Con la sanción del nuevo Código Urbanístico en la Legislatura, donde figura la posibilidad de apertura de la calle Beauchef, ya no hubo vuelta atrás.» La decisión, en definitiva, les dio la espalda y se tomó a partir de una encuesta online realizada por el Ministerio de Ambiente y Espacio Público porteño, apenas difundida, en la que votaron poco más de cien vecinos.



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(Foto: Edgardo Gómez)

La iniciativa, que supone la apertura al tránsito vehicular de esa calle entre Rivadavia y Rosario, en un lugar ocupado hace décadas por los libreros, para mejorar la accesibilidad, va a contramano de todas las recomendaciones sobre espacios verdes. El barrio de Caballito cuenta en la actualidad con apenas 1,5 m² por vecino, un 10% de los 15 metros cuadrados de espacio verde per cápita que recomienda la Organización Mundial de la Salud. Ahora será menos. Por las obras, se recortarán unos 600 metros cuadrados del gran pulmón verde de la Comuna 6, junto a una merma irreversible de árboles, que ya fueron retirados.

Se suma a la desazón de los libreros el reclamo de la comunidad educativa del Normal Nº4 y el Liceo Nº2, que funcionan (junto a un terciario y salas del nivel inicial de dos a cinco años) en el edificio adyacente a la nueva calle, que ni siquiera fue consultada sobre el proyecto. La vía vehicular pasará justo frente al portón de salida de los estudiantes, que entran por la calle Rosario pero salen hacia el parque. Desde el establecimiento no descartaron presentar un amparo.

Las obras encaradas para la traza de la calle Beauchef durarían seis meses, y son un sismo del que los feriantes recién empiezan a ver las secuelas. «Las autoridades nos garantizaron que los 100 puestos tienen asegurado el regreso al espacio original. Hasta junio, imagino, estaremos sobre la avenida, pero tengo dudas de que después entremos todos», confiesa Torres. La apurada mudanza, la precariedad de las instalaciones y la falta de información hacen desconfiar a los trabajadores. «Van a ser muchos meses sin electricidad. No tenemos ni siquiera para iluminarnos, mucho menos para conectarnos y hacer una venta con el Posnet. De alguna manera, nos están empujando a la ilegalidad», puntualiza el delegado. Antes de seguir con su faena de limpieza, Torres recomienda una lectura de verano para el jefe de gobierno porteño: «Un libro que salió mucho en los ’90, Las Memorias de Carlos Menem. Tiene todas las páginas en blanco. Larreta se lo debe haber estudiado entero».

Demasiado lejos de la divertida aguafuerte «Amor en el Parque Rivadavia» que supo escribir Roberto Arlt en los años treinta, la escena que puede pintarse de la plaza en esta tarde gris de enero es más parecida a una película del neorrealismo italiano de la posguerra: las montañas de basura, los libros desmembrados, los vinilos olvidados, una maraña de fierros oxidados, pilas y más pilas de cajas y la angustia a flor de piel en los rostros de los cansados puesteros.
Lidia, vendedora del 38, cuenta que como puestera y, sobre todo, como vecina –vive a diez cuadras–, le duele en el alma que le saquen más espacio al parque: «Primero pusieron las rejas, ahora esta calle. En vez de plazas, la ciudad se está llenando de ratoneras». Los días perdidos de trabajo y los daños irreparables que sufren los oxidados puestos suman amargura. En este año que comienza, sugiere a las autoridades porteñas la lectura de La conjura de los necios, ácida novela del americano John Kennedy Toole.

Fumando espera Gerardo a que trasladen su inseparable puesto, el 82. Veinte años de historia lo unen al parque. Arrancó con una tabla y caballetes, después fue empleado, luego socio y desde hace dos años tiene espacio propio. Siempre se la rebuscó, dice. Se especializa en la compra y venta de música: decenas de discos de vinilo y cedés son sus tesoros. «Aunque nos dieron un escrito que aclara que vamos a volver los 100 puestos, estoy un poco asustado. Es que somos como una familia y hay que cuidarnos. Por otro lado, muchos no entienden que somos cultura, aunque tenga la remera gastada y un poco agujereada.» Asegura que la feria es un termómetro que permite medir la afiebrada realidad económica argentina: «Los meses pasados fueron muy tristes. Vino mucha gente grande a vender discos de pasta, que ya no sirven para nada. Lloraban, pedían que les demos una mano, aunque sea unas monedas para comer. Terrible, hermano». Gerardo pita el pucho que tiene entre los labios, pispea una vez más el puesto antes de que se lo lleven las insaciables grúas y dispara: «Si viene Larreta y quiere comprarse un compact, le recomendaría algo de reggaetón, porque es música que no dice nada. Igual que él».


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(Foto: Edgardo Gómez)

A unos pocos pasos, cuatro estoicos caballeros enfrentan una decisiva partida de dominó, justo donde las topadoras harán de las suyas para abrir la calle. «Todo el mundo habla de la feria, y está muy bien, pero no se olviden de nosotros», tira la bronca Rubén, un jubilado de Caballito. Además del dominó, él y una decena de colegas se le animan al ajedrez, todas las tardes, sobre las fieles mesas del parque «El dinero no alcanza y esto es nuestra vida –mastica rabia Rubén–. ¿Qué quieren, que me quede viendo tele en casa? No sabemos qué va a pasar con nuestras mesas. Si las sacan, nos dejan jaque mate.»