La dueña de la sombrerería Maidana tiene un don muy especial. Cuando un cliente entra a su local, Adriana demora una fracción de segundo en adivinar el talle preciso para su cabeza. «Debe ser la vista de sombrerera –explica–, herencia de mi familia, que tiene más de un siglo en el rubro». Su padre, su abuelo y su bisabuelo fueron sombrereros, y sus hijos dan una mano. Todos son auténticos artesanos de la buena sombra.
Con sus variados diseños, los Maidana han dado elegancia, estilo y reparadora protección a las cabezas de varias generaciones. Sin dudas, entrar a este clásico local de la avenida Rivadavia al 1900 es una invitación a recorrer la historia familiar. Como la tarde viene floja, por la crisis y la ausencia de clientes, Adriana se toma el tiempo necesario para repasar las andanzas y desandanzas de sus antepasados en el gremio.
Cuenta que el primer miembro del linaje fue Luis Maidana, migrante italiano llegado al puerto de Buenos Aires a principios del siglo XX: «Mi bisabuelo aprendió el oficio en Europa. Piense que Italia es la cuna del borsalino. Acá arrancó marcando tafiletes, el cuero que va dentro de la copa. Trabajaba para varias casas». Al poco tiempo, una idea le empezó a dar vueltas en la testa: ser su propio jefe. Entonces, Luis se asoció a otro obrero y empezaron a producir bombines y otras variedades en un caserón de Palermo. Los primeros años fueron duros, pero lograron abrir un local sobre la calle Victoria, frente al antiguo Senado.
El sombrero era todavía un signo de distinción patricia, aristocrática y por demás elitista. El poder siempre se sube a la cabeza: desde el chambergo de Bartolomé Mitre hasta las galeritas de la UCR antipersonalista de Marcelo T. de Alvear, pasando por el bicorne emplumado de Roca. En las antípodas estaba Hipólito Yrigoyen, que prefería diseños más populares como el bombín, heredero directo del jipijapa con que San Martín cruzó los Andes o el gorro frigio del escudo nacional. Adriana asegura que el «Peludo» era cliente asiduo de la casa. Dejaba su gastado hongo de fieltro para que lo reparara Maidana.
Luis Bonifacio, el hijo de don Luis, tomó la posta en los años ’30. Cuando mudó el local a Rivadavia, comenzaba en la Argentina la edad de oro del sombrero. «Tomó impulso a nivel urbano con el ascenso de las clases medias –cuenta Adriana y señala una foto de Gardel coronado con su inmortal orión–. Los hijos de los inmigrantes tuvieron su primer sombrero. Era una señal de progreso». En esos años nadie salía a la calle sin la obligada protección sobre el marulo. El abuelo de Adriana vio florecer el negocio, pero murió joven.
En 1962, agarró las riendas su hijo Jorge y reorientó la producción hacia el nicho campestre. «Mi papá es un gran innovador. En los ’70 diseñó el corazón de potro, nuestra marca registrada». Don Jorge rompió las hormas con un modelo de copa cónica y ala corta que batió records de venta entre los criadores de caballos de la Pampa húmeda, los paisanos de la Patagonia y los gaúchos de Rio Grande do Sul: «Hasta ese momento se usaba el campero, que es una derivación del sombrero sevillano. Mi papá ahora está con algunos achaques de salud. Pero antes de retirarse creó su último gran diseño: el hornero». La obra, inspirada en el trigueño nido del ave patria, puede apreciarse en las vitrinas del local. Chapeau!
Adriana es, desde hace años, la primera mujer al mando: «No me dedico a la producción porque implica mucha fuerza física. Soy cero agujas. Lo mío es la teoría del diseño y las ventas». También puede dar lecciones magistrales sobre la historia del sombrero. Y, quizá lo más importante para el cliente inexperto, tiene muy buen gusto: «Si el usuario es flexible, recomiendo un sombrero acorde a su contextura física, su corte de cara. A usted, que es alto, nunca le daría una copa demasiado alta, ni el ala muy chiquita. Un carajito no es para usted». Frente al espejo, se descubre que Adriana siempre tiene razón.
Sombrero en guaraní
Los sombreros Maidana son 100% fatti in casa. Daniel es el maestro artesano al mando del taller, un espacio enclavado al fondo del local, a plena vista del cliente, que atesora vitales herramientas con más de un siglo de trabajo a cuestas: pesadas planchas, hormas torneadas de madera maciza y el extrañísimo conformador, un objeto digno de la imaginación de Julio Verne que mide el diámetro preciso de la cabeza del cliente.
Daniel es paraguayo, nacido y criado en la triplefronteriza Ciudad del Este. Trabaja en el taller desde 2011. «Cuando entré, prácticamente no sabía ni cómo ponerme un sombrero», dice, pícaro. Las sabias enseñanzas de don Jorge y Adriana lo han convertido en un experto en la materia. De los últimos que quedan en el país.
El artesano resume los pasos básicos del oficio. Primero, domar la materia prima (fieltro hecho con pelo de liebre compactado con fuerza centrífuga y vapor); enseguida, montarla sobre las hormas para marcar la copa; luego, la fina costura, el modelaje, el planchado… y listo el sombrero. El lento proceso demora tres días de ardua faena manual. Esta tarde, Daniel plancha con digna templanza paraguaya un modelo «tango», ideal para los pocos malevos que quedan en el siglo XXI.
La reparación es un servicio innovador que ofrece el profesional. Si el ejemplar se mancha o pierde su forma, es posible dejarlo como nuevo. Pero hay casos perdidos: «Si te lo agarran las polillas, fuiste. Porque el trabajo con el vapor estira los agujeros y rompe el fieltro. Ahí no queda otra que poner una pluma o una piedrita de color».
Daniel no hace gala de sus obras. Apenas atesora un par de sombreros de verano en su ajuar. Los usa en contadas ocasiones. «Por ahí es por prejuicio. A veces, mis paisanos me cargan. Es que en Paraguay, se le dice ‘sombrero’ al ‘pata de lana’ –ríe el guaraní–. Los amigos que saben de mi oficio no dejan que me acerque a sus mujeres».
Por una cabeza
Dice Adriana que los argentinos somos bastante conservadores: «Si salís a la calle con sombrero, te miran como un bicho raro, somos pacatos». Entre su clientela, destaca la afluencia de médicos, abogados y, por supuesto, trabajadores rurales: «No es masivo, antes era distinto, cambió mucho la manera de vestir. Y tampoco se usa sombrero en la ciudad por razones prácticas. ¿Cómo hacés para viajar en subte en hora pico? Imposible». Aunque el público adulto es mayoría, cada vez son más los jóvenes rockeros y tangueros de la nueva guardia que rompen el tabú.
Otro nicho novedoso es el de los clientes que llegan por prescripción médica. No es posible tapar el sol con un dedo pero sí con un buen sombrero. La sombra que regala un buen corazón de potro se consigue por $ 4200. Y por casi $ 5500, un auténtico panamá. Hecho a mano, claro.
Al posar con sus productos, la vendedora destaca su fetiche: un canotier de estilo gondoliere veneciano. Aunque no olvida las virtudes de las galeras inglesas de felpa. «No sé si volverá la época gloriosa. Menos en estos años de tormentas económicas. Igual, ya estamos acostumbrados a soportar vendavales. Y nunca se nos voló el sombrero». «
Políticos con sombrero
A 50 metros del Congreso, la tienda Maidana ha vestido, sin distinción de ideologías, las cabezas de Alfredo Palacios, Arturo Illia, Carlos Ruckauf, Federico Pinedo y hasta De la Rúa, que prefería las gorras. ¿Su mayor desafío? Sin dudas, el campero extralarge de Eduardo Duhalde. También líderes de la talla de Lula y Bill Clinton protegieron sus ideas bajo el ala de un Maidana.